El peor Cannes de este siglo trata de esconderse tras la purpurina del filme «Elvis»

José Luis Losa CANNES / E. LA VOZ

CULTURA

El director de «Elvis», Baz Luhrmann, Priscilla Presley y la actriz que la encarna en el filme, Olivia DeJonge, este miércoles en Cannes.
El director de «Elvis», Baz Luhrmann, Priscilla Presley y la actriz que la encarna en el filme, Olivia DeJonge, este miércoles en Cannes. Guillaume Horcajuelo | Efe

La sucesión de desastres artísticos en la sección oficial del festival continúa con las películas «Leila's Brothers» y «Nostalgia»

25 may 2022 . Actualizado a las 23:10 h.

Estamos asistiendo en esta 75.º edición de Cannes a un momento histórico de descomposición. Es como si el leviatán de los festivales, el gigante egoísta, se desencuadernase por momentos, a ojos vista, jornada a jornada. Y desnudase por primera vez sus vergüenzas y sus silencios. Aunque casi nadie rompa esta omertá.

Transitamos por la peor edición de los dos últimos decenios, de lo que va de siglo. O sea, en plena coincidencia con la era del jefe de todo esto, Thierry Frémaux. Funcionó bien o muy bien durante veinte años. Todo tiempo declina. Se agota, se pervierte. Es una ley histórica de hierro en todos los imperios. Y Cannes aún lo es. Aunque dos mayos más como este y llegan los bárbaros de Kavafis, a los que sin siquiera saber quiénes son, casi esperamos con fervor.

La sucesión de despropósitos, de filmes indignos de figurar aquí -ni quizás en ninguna otra parte que presuma de amar el cine- nos acompañan como almas en pena de celuloide muerto aunque él no lo sepa.

Vemos una película italiana de un director que -hace mucho- tuvo frescura y hoy es un fiambre. Al Mario Martone de Nostalgia -una ridícula historia ambientada en un Nápoles como de curas del neorrealismo y de camorra de show y pelucones de la Carrá- no lo seleccionarían ni para el Campeonato Primavera de la Mostra de Venecia. Y aquí pasa Martone, otro dead man walking en el cementerio de elefantes. Encontré por la Croisette a Alberto Barbera, el habilísimo conductor de Venecia. Parecía exultante.

El director de «Nostalgia», Mario Martone, bromea con uno de sus actores: Nello Mascia.
El director de «Nostalgia», Mario Martone, bromea con uno de sus actores: Nello Mascia. Eric Gaillard | Reuters

En medio de este ordenancismo cuasi militar pudimos respirar hondo, en los comienzos, con la mayúscula joya de James Gray Armaggedon Time. Si llego a saber lo que esperaba, me compro allí cuatro bombonas de oxígeno. Nos dieron aire Mungiu con R.M.N. y Cronenberg, cuyo imperfecto Crimes of Future posee el valor de una gema en su coherencia con el cine más endoscópico y autofágico del canadiense, el de la deformación o intervención en el organismo humano como acto de supervivencia pura o de reencarnación en una libido carnívora. Y los hermanos Dardenne mantienen la dignidad.

Lo demás es el hastío. La entrega de las llaves de Cannes, con armas y bagajes, al mercado y sus pleitesías embrutecedoras que nada tienen que ver con la insumisión, la belleza o la lucidez de lo creativo. A falta de dos días de concurso -y salvo que el catalán Albert Serra o la norteamericana Kelly Reichardt salven el proscenio con obras de grandeza excepcional- estamos ante una demolición.

Se había hablado mucho de la iraní Leila’s Brother, de Saeed Roustaee, como de la gran tapada. Otra intoxicación. Es descomunal en su maldad intrínseca. Son 165 minutos de vodevil -en realidad, se pretende drama- donde todos los miembros de una familia en crisis hablan sin parar. Parecen, ellos sí, napolitanos. Pienso en el maestro de los silencios Kiarostami, que ganó aquí una Palma. Qué abismo se abre a nuestros pies.

Claire Denis -tan querida, formidable hace dos meses en la Berlinale- tampoco termina de ajustar su Nicaragua de Stars At Noon. Tan violentamente dulce. Y tan corrupta con la satrapía del matrimonio Ortega. Pero el show debe continuar. Para tapar las vergüenzas, abren en la sala Lumière la alfombra roja a todo trapo a la brillantina y el Graceland del Elvis de Baz Luhrmann. Pienso en aquel Elvis del ocaso. Toda aquella adiposidad es como si Cannes se mirase en el espejo. Aun cuando más pasado de rosca estaba, había que escuchar cómo Elvis atacaba Love My Tender. Este Cannes de hoy no podría ni cantar el Kasachok.

Luhrmann es un monstruo que creó este festival en época de bonanza. Cuando Moulin Rouge o El Gran Gatsby eran libremente atacadas y no se protestaba casi en la candestinidad. Para que la prensa no mordiese. Pero es indiferente. Ahora ni Luhrmann y sus toneladas de purpurina son quienes de ocultar esta casa en ruinas.

João Pedro Rodrigues rasga las vestiduras en «Fogo-Fatuo»

Como por algún lado deben liberarse las energías, las endorfinas, las querencias que el Cannes más oficial parece incapaz de aportarnos, surgieron en la Quincena de los Realizadores. Con un reguero de pólvora bienaventurada. Un incendio servido como musical queer por uno de los más desatados y geniales autores del libertarismo, el portugués João Pedro Rodrigues. Arranca su película en lo más alto: con una sutil y elegante sátira sobre la institución monárquica -en abstracto- y el republicanismo. Continúa con una sensacional broma en torno al discurso ecologista y urbi et orbe de Greta Thunberg. Y de pronto, los actores rompen la cuarta pared. Y nos miran.

Por fin nos sentimos seres humanos en el festival después de once días. Rodrigues nos trata con respeto, valora que podamos poseer sensibilidad o inteligencia. Su musical de bomberos -ambientado en los incendios de Leiria, en el 2006- se explaya en gags logradísimos como el de las composiciones de cuadros de Caravaggio o Velázquez. La sala estalla al terminar los breves 67 minutos de Fogo-Fatuo en una ovación verídica. No como esos ecos de agonía que convierten a diario cada bodrio que se proyecta en la función de gala de la sala Lumière en una orgía de la impostura.