La llegada a un pueblo ignoto de tres inmigrantes de Sri Lanka es el detonante de esos demonios familiares balcánicos o mitteleuropeos que desangraron el siglo XX. La forma en que Mungiu deja que fermente la levadura de la xenofobia dota a su película de una violencia interna irrespirable y creciente. Y nunca explícita.
Porque el clímax de esta olla a presión es una asamblea parroquial tan sabiamente desarrollada que, en ella, el horror ante el renacimiento del totalitarismo deja un espacio al esperpento, a toques de humor que logran algo impensable: una coctelera de cine eminente en la que fuera viable que el Berlanga de Bienvenido, Mr. Marshall pudiera combinarse con Furia de Fritz Lang.