«Top Gun: Maverick», como viajar al pasado en un DeLorean

José Luis Losa CANNES / E. LA VOZ

CULTURA

Cruise, asediado por los fotógrafos en la alfombra roja de Cannes.
Cruise, asediado por los fotógrafos en la alfombra roja de Cannes. Sarah Meyssonnier | Reuters

Cannes se rinde a los encantos de Tom Cruise, que se presentó en la Croisette como adalid del cine en pantalla grande frente a las plataformas

20 may 2022 . Actualizado a las 17:39 h.

Tom Cruise es un tipo con un perfil profesional digno de respeto. Representa lo que queda del star-system y lo encarna con denuedo en películas aparatosas, algunas incluso buenas, como la franquicia Misión imposible. No es Laurence Olivier. Ni siquiera Sean Connery. Si no se mantuviese apolíneo, se aproximaría a aquel Roger Moore que encarnaba a un James Bond tan fondón y pasado de años que su misma imagen se reía de su sombra. Y eso le favorecía. Cruise no se permite el sarcasmo.

Tampoco lo necesita en algo tan acartonado como esta operación nostalgia titulada Top Gun: Maverick, tan intencionadamente ochentera desde sus créditos iniciales que parece que el filme viajase al pasado en un DeLorean y no en esos aviones de caza emborrachados de ruido y de uranio. Una fidelidad retro que se mantiene en la moderación de efectos visuales de última generación. Todo semeja estar como cuando entonces, incluida la Cinderella en versión masculina de todas las historias, esto es, Tom Cruise.

Ya está dicho que Cruise nos cae bien. Otras cuestiones son las derivadas del intratable desembarco del merchandising del filme en el festival. En el pase de gala, para celebrar la alfombra roja, tres aviones de la sección acrobática de las Fuerzas Aéreas francesas pasaron en estruendoso vuelo rasante por sobre la Croisette y despidieron humo colorinche de no sé si la bandera tricolor de la Republique o de la de barras y estrellas. Me pareció una obscena exhibición mezcla de orgullo de force de frappe y de belicosidad hollywoodiense. Lo peor de cada casa.

Por puro azar, entre el grupo de colegas de prensa que sufrimos este abrupto ataque acústico y estético había una compañera ucraniana. Que se vino abajo casi literalmente. Cannes, manca finezza, que diría el aún omnipresente Giulio Andreotti. Porque supongo que este despliegue lo habrá pagado el festival o el Ministerio de Defensa. En todo caso, nunca la Paramount, que bastante ha hecho con pactar que su criatura se viese en el escaparate de blockbusters de la Costa Azul.

Sobre Top Gun: Maverick hablo -me parece honesto apuntarlo- sin haber llegado a ver ni en su momento ni nunca la película matriz, la original. Me pilló ya crecido, no tan zagal, y el filme pertenecía a aquel Hollywood herrumbroso y algo bengalí que apisonó con Reagan en la Casa Blanca: el de Rambo, Oficial y caballero y cosas así, como de zafarrancho. En fin, supongo que esta carencia no será como si entro en el tercer acto de Enrique V y desconozco quién es Falstaff. Aunque es verdad, que, como en Hamlet, hay un espectro del pasado, que reaparece para que parezca que en esta historieta aluminada se habla de la fuerza del destino.

Del reparto original a Tom Cruise solamente lo acompaña Val Kilmer, que no posee don peterpanesco alguno. Es curioso que las dos actrices del reparto que en el tiempo de Top Gun brillaban más que un San Luis, Kelly McGillis y Meg Ryan, sean en el presente sendos expedientes X. Desaparecidas, en un sfumatto aéreo casi al nivel del de Ana, la de Enrique del Pozo. Se podría hablar de una maldición top gun artísticamente feminicida.

Jennifer Connelly y Tom Cruise, en la alfombra roja de Cannes para el estreno de la secuela de «Top Gun».
Jennifer Connelly y Tom Cruise, en la alfombra roja de Cannes para el estreno de la secuela de «Top Gun». Sarah Meyssonnier | Reuters

Para sustituirlas no es nada casual la elección de Jennifer Connelly. En el tiempo en el que Cruise y McGillis maragateaban por el aire, Connelly asaltaba los cielos en su deslumbrante aparición de Érase una vez en América, susurrando al oído de un golfillo de Little Italy de quien iba a ser Robert de Niro el Cantar de los Cantares. Connelly, qué presencia. Otra irrepetible cara de la luna de los 80, también desbaratada por la industria sin sensibilidad, que nunca supo donde situarla. Como si su esplendor se saliera de todos los cánones.

Y bueno, finalmente se tiene muy claro que lo verdaderamente relevante de esta función de añoranzas es la estrella alfa. Este Tom Cruise vintage, vigoréxico, para quien escribe un guion más sencillo que el de Pulgarcito su escritor de cámara, Christopher McQuarrie. Lo otro que importa es el ruido. Y para eso ahí sigue, a los metales, Jerry Bruckheimer, productor responsable de tantas sorderas como de cine de la maldad más trompetera. Porque, si uno se pertrecha de dos buenos algodones para los oídos, Top Gun: Maverick es finalmente inofensiva. Se ve sin molestar ni pisar otros charcos que los de la nostalgia de las carpetas.

Un director belga del que huir como de un Miura

Porque frente a esa corrección finalmente congruente con su público que hay casi que agradecer a Top Gun: Maverick, la que sí es altamente gravosa y te deja con un estado de cabreo de alto voltaje es Le otto montagne, el nuevo despropósito de ese dicen que director belga llamado Felix van Groeningen. En esa lista que tenemos todos de nombres de los que huir como de un Miura, solo con escuchar la F de Félix, Groeningen ocupa uno de mis espacios con todas alarmas a punto.

Este tipo, con sus escasísimas luces, se ha empeñado en iluminarnos en la comprensión de las maravillas que esconden los recovecos de la naturaleza humana puesta a prueba por el dolor. A Groeningen lo conocerán -ojalá no- por títulos como Alabama Monroe o Beautiful Boy, en las que recurre a los más bajos golpes del sentimentalismo lacrimógeno. Y no duda en enfangarse en enfermedades fatales, en adicciones tremendas, con tal de sacarte el billete de 5 dólares de la entrada. Un pájaro de cuenta.

Si mi asombro, unas semanas atrás, al verlo elevado a la sección oficial y a la pugna por la Palma de Oro fue ya desconcierto, después de ver esa supina estupidez titulada Le otto montagne estoy ya por presentarme ante el Tribunal de La Haya. Al parecer, adapta un librillo de un tal Paolo Cognetti, que escribe novelas como de autoayuda ambientadas siempre en los Alpes italianos. Para entendernos, uno de esos escritores de libros pre-cio-sí-si-mos.

Felix van Groeningen y Charlotte Vandermeersch, codirectores del filme «Le otto montagne», en Cannes.
Felix van Groeningen y Charlotte Vandermeersch, codirectores del filme «Le otto montagne», en Cannes. Piroschka van de Wouw | Reuters

La película de Groeningen -que codirige su compañera Charlote Vandermeersch, pero eso no mejora las cosas; es de la secta del otro y ya escribió el guion de Alabama Monroe- quiere ser también bonitísima. Comienza en un pueblo de montaña, con dos niños que se crían juntos, mientras una voz en off femenina recita unos párrafos cuya cursilería inusitada convertiría en pornográfico a Paulo Coelho. Los años pasan, los chicos crecen y la insultante ausencia de neuronas del filme también progresa adecuadamente.

La película te quiere hablar de las conflictivas relaciones con los padres, de la sacrosanta importancia de la amistad. Pero escuchando el nivel intelectivo de las conversaciones de los dos boludos protagonistas extraño a Forrest Gump. O al Capitán Tan y a Valentina. Diálogos de besugos mecidos por una banda sonora como de country norteamericano de spot de cervezas, cuando la historia va de pureza antropológica y habla de la importancia de las raíces o de la preservación del dialecto italiano que se habla en los Alpes. El crescendo de este delito dura casi dos horas y media.

En un momento concreto, uno de los dos colegas -el que es un poco urbanita, encarnado por el excelente actor Luca Marinelli; el otro es un ermitaño- decide reinventarse en la India. En el plano siguiente aparece en un taxi con un Buda pegado en el parabrisas. Como un resorte, ahí saltaron varios espectadores de muy buen sentido y abandonaron la sala, noqueados. Yo permanecí hasta el desenlace, de aurora boreal, por el morbo de ver hasta dónde es capaz de alcanzar la estulticia en imágenes y palabras sin que se eleve a un grado que la pantalla arda como la zarza de Moisés. Al menos, encontré cierta satisfacción cuando, sobre el silencio de los créditos finales, alguien gritó: «¡Pero qué broma es esta!».

Es el mercado, amigo. Y Cannes demuestra -con selecciones descerebradas como la de Le otto montagne- que por encima del arte está el negocio. Tal vez en el quinto libro de sus memorias, el jefe de todo esto, Thierry Frèmaux, cuyos textos autobiográficos son realmente jugosos, muy recomendables, nos aclare cómo terminamos una noche de mayo del 2022 viendo de madrugada en una película que aspira a la Palma de Oro a dos besugos simulando hablar -o musitar- en la cima de los Alpes, con timbre y susurro dubitativo muy mumblecore, que queda así como de mayor bovina espiritualidad.