La importancia de Villar, la grandeza de Domingo

Pedro Feijoo

CULTURA

Pedro Feijoo y Domingo Villar, en un coloquio en TVE con Arantza Portabales y Cayetana Guillén Cuervo alrededor de la película «La playa de los ahogados».
Pedro Feijoo y Domingo Villar, en un coloquio en TVE con Arantza Portabales y Cayetana Guillén Cuervo alrededor de la película «La playa de los ahogados». RTVE

19 may 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Sigo sin saber cómo enfrentarme a esta página en blanco. Porque al final, y por más que una y otra vez vayamos lamentándonos por las esquinas, cuando las musas se llaman trabajo y disciplina, las tramas, los diálogos, los personajes y los paisajes de nuestras novelas siempre acaban llegando. Eso era algo que Domingo sabía y transmitía como nadie. El nuestro, cuando se hace de esta manera, es un trabajo de artesanos. El problema es que esta vez se trata de algo distinto... Porque, cuando lo que se te pide es contar la pérdida de un amigo con el que todavía no te ves con fuerzas para emplear el pretérito imperfecto... No, hay tristezas ante las que ni las musas más valientes son capaces de reunir el valor necesario para asomarse a ellas. ¿Cómo?, ¿cómo se enfrenta uno al arrebatamiento de una vida tan injusto? ¿Cómo se perdona a la muerte que ha ido a enamorarse de quien no debía?

Y así, todavía perplejo y triste, no puedo dejar de hacer memoria. Y es tan grande el recuerdo de Domingo que ni siquiera alcanzo a ver cómo compartirlo. Tan solo sé que, de un modo u otro, Domingo, el señor Villar, el novelista brillante y reposado, el dramaturgo de incógnito, el poeta en silencio, el eterno cuentista, el maestro, el consejero, el amigo, el hermano, Mincho, en definitiva, era inabarcable.

Como autor, nunca me cansaré de repetir que la principal deuda que esta esquina del país tendrá siempre con Domingo Villar es precisamente la de haber servido de puente, como absolutamente ningún otro autor de su tiempo. Domingo fue una pasarela a través de la cual los lectores gallegos volvieron a sentirse identificados con una manera de contar historias, con esa forma con la que Domingo supo devolverle al género el estilo y la elegancia y, sobre todo, el orgullo. Con ese saber hacer suyo, por completo libre de complejos, Domingo volvió a abrirnos el camino, la vía a través de la cual reconectar las novelas gallegas con decenas y decenas de miles de lectores que estaban ahí, esperando a que alguien ajeno a las discusiones sobre lo humano y lo divino en las letras del país se dignase a recuperar la comunicación con esos mismos lectores pacientes. Mientras los santos se empeñaban en aferrarse a los altares, dios llegó caminando tranquilamente por la calle, y se detuvo a compartir unas cuantas historias con quien quisiera sentarse a escucharlas. Y, cuando en esa misma calle había ya más fieles que doctores en la Iglesia, de pronto y sin previo aviso, dios se fue. Se fue, se tuvo que marchar. Así, así fue el paso de Domingo Villar por nuestras letras.

Y, con todo, hoy lo que más duele queda más allá de cualquier cuestión literaria. El dolor más intenso, el vacío que nunca podremos llenar es precisamente el que deja en aquellos para los que Domingo era Mincho. Porque es cierto que para el lector siempre quedará la tristeza, el lamento ante la certeza de que a Domingo aún le quedaban muchas historias por compartir. Y que, conociéndolo, sabíamos que ninguna de sus propuestas habría de defraudarnos. Ahora que se nos había revelado como un maestro del relato breve, había una obra de teatro en ciernes, una serie de televisión, e incluso (él y yo) teníamos un proyecto literario en común. Un libro que me hacía toda la ilusión del mundo y que ahora, sencillamente, jamás verá la luz... ¿Cómo aprende uno a decir adiós a todo eso? ¿Cómo se despide uno de un amigo? Intento asimilarlo, y me desespero al verme incapaz de encajar su falta. Todas las conversaciones que todavía teníamos por delante. Todos los consejos, las recomendaciones. Todas las bromas, las gamberradas disimuladas, las citas, las confidencias compartidas... Todo. Todo me falta, y siento que he perdido a un maestro, a un amigo, a un hermano mayor. Y, ahora, no alcanzo a ver el camino...

Como cualquiera de nuestros personajes, la vida también mata. Nosotros mejor que nadie deberíamos saberlo ya. Y, sin embargo, esta muerte a quemarropa nos ha cogido a todos con el pie cambiado. No es justo... Y el dolor, como la bruma que embosca las derrotas en la ría, nubla la visión de cualquier ruta. No queda más remedio que aguantar, capitán... Alimentar el fuego de lo que ya es recuerdo, la memoria de la grandeza absoluta de Domingo, y cruzar los dedos para que la tristeza nos permita volver a encontrar el camino por el que las historias se cuentan, esperando ser capaces de hacerlo del modo correcto. O, por lo menos, de ese modo en el que Domingo se sentiría orgulloso de nosotros. Yo, desde luego, se lo debo. Permítanme que lo siga intentando.

Gracias por todo, hermano. Hasta siempre, amigo.