Marco Bellocchio se agiganta en «Esterno Notte» narrando en cinco horas el asesinato, que cambió la historia, de Aldo Moro

José Luis Losa CANNES / E. LA VOZ

CULTURA

El realizador Marco Bellocchio (cuarto por la izquierda), acompañado por los actores Pier Giorgio Bellocchio, Daniela Marra, Fabrizio Gifuni, Margherita Buy, Toni Servillo, Fausto Russo Alesi y Gabriel Montesi, en Cannes.
El realizador Marco Bellocchio (cuarto por la izquierda), acompañado por los actores Pier Giorgio Bellocchio, Daniela Marra, Fabrizio Gifuni, Margherita Buy, Toni Servillo, Fausto Russo Alesi y Gabriel Montesi, en Cannes. Stephane Mahe | Reuters

Tom Cruise aterriza como quiere, agasajado como el salvavidas de un Cannes que se rinde en su guerrita con Hollywood

18 may 2022 . Actualizado a las 21:00 h.

Asistimos en este festival a un acontecimiento fílmico mayúsculo. El que es, sin duda, el mayor talento y pedigrí vivo del cine europeo y tal vez mundial, Marco Bellocchio, ha contado en sus sesenta años de carrera la Historia del siglo XX italiano. Es este el más tortuoso periplo que se pueda imaginar. Y Bellocchio ha sido quien de ir conduciéndonos por sus vericuetos más grandilocuentes -el fascismo mussoliniano- o más calladamente siniestros, como fueron los años de plomo de las conspiraciones, los ciento y un golpes de Estado fallidos y la llamada estrategia de la tensión.

En Esterno Notte, Bellocchio emplea casi cinco horas y media absolutamente preñadas de genialidad cinematográfica y política para explayarse en su visión del magnicidio que cambió el rumbo político de Italia desde la guerra fría hasta nuestros días: el asesinato en 1978 de Aldo Moro, presidente y líder de la Democracia Cristiana.

Ya dedicó Bellocchio a Moro una película también magistral, Buenos días, noche, en la que el punto de vista era siempre el de los terroristas de las Brigadas Rojas que actuaron como brazo ejecutor de un crimen que convino a demasiada gente y en muy altas atalayas. Aldo Moro acababa de firmar el llamado compromiso histórico, que venía a cruzar una línea roja excesivamente osada para aquel mundo en dos bloques. Por él, pactaba Moro con el Partido Comunista Italiano -el legendario PCI de Berlinguer- el apoyo externo de los ya eurocomunistas a los Gobiernos del Palacio Chiggi. Y su entrada progresiva en puestos de poder.

Ya se sabe que aquello desató las alarmas del Departamento de Estado norteamericano, que encontró complicidades en dos figuras que eran hijos políticos de Moro: el divo del azufre Giulio Andreotti, a la sazón presidente del Gobierno y Francesco Cossiga, ministro del Interior. Ambos fueron decisivos para impedir cualquier solución negociada con las Brigadas Rojas -asesinos y tontos útiles- que evitase la ejecución de Aldo Moro.

Como este crucial crimen político ya lo había contado, como digo, Bellocchio en la pantalla y, entre otros muchos, Leonardo Sciascia en el papel, podríamos pensar que todo estaba ya dicho. Y en estas comienza Esterno Notte y se ilumina un viaje estremecedor por el poder y la muerte, el martirologio y el arte macabro del complot que fue esencia en aquella Italia de fuegos cruzados.

Bellocchio divide en seis capítulos esos días febriles de la primavera de 1978. Y en cada uno de ellos, va seleccionando, con una administración narrativa prodigiosa, los diferentes putos de vista: en el primero se perfila la figura de Moro y te angustia su papel de personaje político en todas las dianas: acosado por los jabalíes de su propio partido, que agitaban el espantajo anticomunista. Y hasta en las aulas, donde trataba de comenzar una de sus clases de Derecho hablando amablemente del Pinocho de Luigi Comencini y era salvajemente interrumpido por los jóvenes lobos extremistas que iban a secuestrarlo muy pronto.

En el segundo, vemos la situación según Francesco Cossiga, el delfín de Moro, el hijo político que le debía todo. Y el drama de Cossiga, progresivamente abocado, como responsable de la policía y la seguridad, a bajar el dedo para matar al padre por mano interpuesta. En esta arrolladora multiperspectiva, la tercera mirada es la de un Pablo VI casi agonizante -fallecería pocos meses después- encarnado por Toni Servillo, en ese rol de un Papa que detestaba de manera visceral a Franco pero era también furiosamente anticomunista. Y Pablo VI se flagela literalmente con un cilicio que le abre las carnes y el vientre, mientras pide por la vida de su amigo.

Avanza la trama, que pasa por la callada mujer del secuestrado, una Margharita Buy que estalla para escupir a los colegas de su marido su responsabilidad en la ejecución casi pública.

Hay una secuencia inolvidable en la cual vemos la reacción orgánica inmediata de Belcebú -Giulio Andreotti- nada más enterarse del secuestro de Moro: se encierra en un baño y vomita salvajemente. ¿Fueron nervios de espasmódica alegría? Andreotti pasó por ser el favorecedor más clamoroso de dejar que a Moro le dieran matarile. Y la secuencia en la que declama que ha renunciado a tomar su comida favorita -dos bolas de helado de chocolate- como sacrificio personal hasta que liberen al secuestrado es de una causticidad formidable.

Hacia el final del filme, según va llegando la hora de que el ecce homo sea crucificado, todo lo que era sobriedad sabe Bellocchio agitarlo con un ritmo casi tarantiniano -a sus ochenta y tres años, capaz de rodar con la provocación de los sabios- y hace que salgas de esa sala habiendo asistido a un discurso cinematográfico visual y narrativamente tan colosal sobre el poder que está a la altura de cualquier clásico del estudio de los tronos de sangre, de Shakespeare a Plutarco, de Robert Graves a Tony Judt. Está previsto que este mosaico sixtino llegue a alguna plataforma televisiva. Aún no se sabe dónde y cuándo. Pero les mantendremos informados.

El complicado «armario» donde se escondía Chaikovski

La competición por la Palma de Oro debutó con Tchaikovski's wife, que firma un cineasta ruso, Kirill Serebrennikov, bien conocido en Cannes -aquí concursó con la interesante Leto y el año pasado con la latosísima y muy loca Petrov's Flu- y también muy fichado por los vigilantes del orden en el régimen de Putin, donde Serebrennikov ha padecido diversos castigos. Y digo lo de fichado con algunas dudas. Resulta sorprendente que -en esa situación de apercibido- aún se le permita dirigir allí una obra como Tchakovsky's Wife, que tiene la homosexualidad del músico en el epicentro de su trama y que dedica su parte final a un número musical muy de teddy bears musculados y completamente desnudos que atenta contra la visión de la naturaleza de lo eróticamente permitido que impone con férrea mano de hierro el déspota del Kremlin.

La película cuenta la historia real de una joven que se enamoró perdidamente de Chaikovski, que era ya un hombre de edad y cierto prestigio, pero arruinado. Y lo sometió a un acoso y derribo epistolar y físico que no se detuvo ante el sinfín de negativas y barreras del músico.

Finalmente, Chaikovski aceptó un matrimonio de conveniencia. No le dijo directamente a ella que era homosexual ni la mujer pareció querer entenderlo ante la corte de amigos efébicos que rodeaban al compositor y que alucinaron mucho con la boda. El matrimonio devino tormento para la esposa, que se avino a todo en su locura de amor.

Todo este tinglado ya lo contó, a su manera mentirosa, el siempre excesivo Ken Russell hace medio siglo en The Music Lovers. Solo que la versión del falsario Russell hablaba de lo que sufría el músico en su condición sexual por haberse casado con lo que entonces se denominaba ¡ninfómana!

En Tchaikovsky's Wife se habla de una patología psíquica, con más rigor. De la obsesión amorosa de esta mujer, interpretada con empeño por Alena Mihailova. Su director, Serebrennikov, afianza aquí su querencia por el exceso barroco y las atmósferas flipadas. Por la obscenidad como un elemento de mérito. Su película posee cierto interés en ese acercamiento a una enfermiza pasión masoquista. Pero no mide sus tiempos, termina por agotar en esta pugna por sacar a Chaikovski del armario. Y culmina con una danza posmoderna homoerótica que cae abiertamente en el ridículo.

Tom Cruise, el hombre del gran ruido

Escribo esta crónica tratando de sobreponerme a los aullidos que llegan a la sala de prensa de este festival. Acaba de aterrizar Tom Cruise y hay entre la prensa un porcentaje de profesionales cuyo comportamiento remite más a la épica de Los Pecos y Superfans que a una labor serena. Bueno, en realidad, Cruise llega con un revival que no puede ser más ochentero. Cuando filmó el primer Top Gun creo que ya no existían Los Pecos, tal vez tampoco Iván ni Pedro Marín. Pero siempre habría algún sucedáneo carpetero.

Cruise se conserva, además, como en formol. No he podido ver aún el nuevo Top Gun. El pacto de Cannes con Hollywood pasa por la aceptación de unos niveles de censura que dan mucha grima. Me explico. Los del negocio norteamericano -ausentes durante años de este festival porque los críticos ejecutaban, con razón, a sus blockbusters- han convenido en volver pero con condiciones oscurísimas.

Este Top Gun no tiene sus proyecciones en las salas de gran aforo del festival -la Lumière o la Debussy-, donde deberían verse naturalmente. Qué va. La confinan en una sala-tienda de campaña que han rebautizado como Agnès Varda y que no posee aforo ni para la cuarta parte de la prensa acreditada. O sea, vienen pero que no la veamos o que la veamos poquitos y bien pagados.

En la próxima crónica les cuento si el Tom Cruise y la secuela de Top Gun han quedado tan antiguos como Sufre, mamón. Afuera siguen aullando mucho con la presencia de este hombre, así que hasta aquí puedo llegar.