No hay camino al paraíso, nena

Jose Luis Losa

CULTURA

Europa Press | EUROPAPRESS

29 abr 2022 . Actualizado a las 19:50 h.

Hablo siempre del gran Pepe Sacristán como del jefe de la tribu. Es muy justo. Pero, sin duda, era este un espacio compartido con otro actor de su quinta, en los últimos tiempos preterido por la salud. O porque fue tal la intensidad de sus composiciones que es como si ese derroche de fuego lo hubiese ido consumiendo en tantos pasos de actor nazareno. Figura indisociable de su pasión política, eurocomunista de carné, no es azar que en el cine encarnase tantas veces a su envés, a la banalidad del mal. Fue maltratador de Ana Belén y militante de Fuerza Nueva en La criatura, una de las genialidades monstruosas transicionales de Eloy de la Iglesia. Encarnó al más exacto Franco —con permiso de Echanove— en Dragon Rapide. Se reinventó a un Alfonso Armada flaco lo único salvable de una versión censurada del 23F. Y legó a la historia de nuestro cine la crueldad sin topes del señoritismo cuasifeudal de Los santos inocentes. Dijo de esto: «A mí déjenme hacer de hijo de puta, qué sé cómo va la cosa. Ya luego el director me pondrá en su sitio». Esa forma de explayar la España negra contra la que militó se extiende en su papel de uno de los humanoides homicidas de Puerto Hurraco en El 7.º día, de Saura.

Hay mucho de ese Juan Diego que se dejaba jirones de sí mismo en la adaptación para la escena de Charles Bukowski. Era el dipsómano escritor y también él mismo cuando se volcaba en No hay camino al paraíso, nena. Te parecía que quien limpiase el proscenio tras la obra encontraría restos orgánicos o ADN de un actor que se canibalizaba en un acto de entrega sacrificial sin red.

Paradójicamente, de los tres goyas que recibió, dos fueron por papeles cómicos, uno por hacer de anarquista en pelotas en el testamento de Berlanga, París-Tombuctú. El tercero de ellos lo recibió por una película maravillosa llamada Vete de mí. Allí componía a un actor, un padre desastrado que recomponía puentes con su hijo. En ella debutaba el hijo de su gran amigo y camarada José Luis García Sánchez, Víctor García León. Recupérenla porque en ella habita la visceralidad ya zaherida y como autobiográfica del otro jefe de la tribu.

Cuando me enteré de su muerte, lo primero que me vino a la mente fue una tarde de calor en la madrileña Gran Vía. Me metí a ver La noche oscura, donde se volcaba en las celdas de San Juan de la Cruz. Era el Cine Azul, una sala cuyas butacas inmensas eran como asientos de la mejor Business Class. Qué divertida la paradoja de gozar de aquel viaje ascético acomodado desde el lujo. No busquen el Cine Azul. Ahora venderán allí pullovers a medio euro. No busquen ya a Juan Diego. O sí. Encontrarán retazos de su piel, de sus llagas, de su voz rota, de su compromiso kamikaze cada vez que lo vean dar o recibir latigazos de creación en tantas exhibiciones de humor y de penitencia.