Gran dama del teatro, revisita con agudeza a su personaje fetiche y vuelve a ponerse, a sus 77 años, en la piel de la Molly Bloom de Joyce. Hará una única parada en Galicia: mañana, en el Pazo da Cultura de Narón
03 mar 2022 . Actualizado a las 10:18 h.En los años ochenta, público y crítica se rindieron a la Molly Bloom de Joyce interpretada por Magüi Mira (Valencia, 1944), hoy gran dama de la escena española. Entonces tenía solo 36 años. Cuarenta después se encontró por casualidad con un vídeo de una de aquellas primeras veces sobre las tablas de un teatro de Barcelona, y —más lúcida si cabe, más sabia sobre todo— comprendió: qué poca conciencia tenía entonces de la condición femenina que denunciaba el último capítulo del Ulises. «Me di cuenta de que había pasado muy por la superficie, de que quedaba mucho por decir, de que que ese viaje no estaba completo. Y pensé que hacerlo desde los 77 años le daba un poder especial, que salía de la anécdota para lograr una complicidad con todas las mujeres, de cualquier edad y cualquier lugar en el que hayan nacido. A día de hoy, seguimos sin resolver cosas sobre las que se escribía hace cien años».
La de mañana en el Pazo da Cultura de Narón (20.30 horas) será la única parada gallega de este espectáculo de Mirández Producciones y Pentación espectáculos, con una valiente dramaturgia y dirección de Marta Torres y de la propia Magüi Mira.
—El monólogo base es el mismo, el de la obra capital de Joyce. ¿Qué ha cambiado en su mirada para subir a los escenarios a una Molly nueva?
—Las personas no somos entes aislados, zombies sobrevolando. Nos nutrimos de la vida que vivimos, del lugar y el momento en el que nos ha descolgado el útero de nuestra madre; eso no lo elige nadie. En los años 80 salíamos de una dictadura absolutamente cruel. Llevábamos cinco años de democracia, una democracia muy ilusionante, pero muy inmadura, pero desde entonces han pasado cuatro décadas. Yo he cambiado y el país también ha cambiado, y eso le da al texto una lectura distinta. Me pareció que era muy importante contar todo lo que estaba encontrando en él, pero desde los 77 años. Esto lo universaliza, porque las cosas de las que hablaba Joyce hace un siglo siguen vigentes hoy en día y atañen a mujeres de todas las edades. Cien años después seguimos fingiendo orgasmos. Él escribía sin filtros, de forma brutal y cruda, como lo es el pensamiento. Cogió el lenguaje de la calle y lo colocó en la narrativa, y además escogió el del pensamiento, que es la caja negra del ser humano, como la de los aviones. Date cuenta de la cantidad de cosas que pensamos que nos llevamos a la tumba, que nunca nadie sabrá. Él entró ahí. Me asombra que un hombre nacido a finales del XIX tuviese una conciencia como la que tenía de la condición femenina.
—¿Siguen escandalizándonos esos temas?
—Más que escandalizándonos, siguen sorprendiéndonos. Nos avergüenzan, nos ponen contra las cuerdas. ¿Por qué las mujeres tenemos que seguir haciendo esa estupidez? Y no solo la sexualidad, llama la atención por ejemplo cómo habla de los conflictos bélicos, algo tan candente hoy. Hay veces en el escenario que se me atragantan las palabras, que me quedo espeluznada. Ahí están: los mismos problemas.
—¿Qué tiene de diferente esta nueva Molly Bloom?
—Para empezar la actriz, que tiene 42 años más [ríe]. Mi cerebro, mi corazón… todas las células de mi cuerpo son otras. El capítulo de Joyce tiene 24.000 palabras; en hora y media yo digo 7.370; algunas son las mismas que en la primera versión, pero muchas no. Esta la firmo yo, está hecha por mí con la colaboración de Marta Torres, y en ella hay temas brutales que había que lanzar ahora. Muchos de los deseos insatisfechos, por ejemplo, que no estaban y que pueden trasladarse a cualquier mujer de hoy. El deseo es deseo porque es insatisfecho, en el momento que lo satisfaces, deja de existir como deseo. Molly deseaba ser una buena profesional, estudiar, tener un reconocimiento social. Pero es una mujer casada. La jaula del matrimonio es brutal para una mujer. Ya lo decía Virginia Woolf: tanto talento femenino enjaulado en esas casas matrimoniales en las que la esposa no salía de la cocina y del paritorio. Molly deseaba también tener su lugar en la cama, disfrutar, encontrar el placer. Y todo esto lo he recuperado, ese pensamiento suyo a borbotones que no la deja dormir. Precisamente por esto, la propuesta escénica también ha cambiado. La protagonista que interpretaba hace cuarenta años estaba en una cama llena de colchas, sábanas de hilo preciosas y quinqués, vestía camisón, chales y pololos. Ahora voy de negro y la cama de hierro está desnuda: solo la estructura, los barrotes, sobre el escenario. Esa dureza es lo que quería transmitir, el tálamo nupcial.
—¿Se emociona mucho interpretando a este personaje?
—Lo que más me emociona es que es una mujer que pelea, que no se siente víctima. Es generosa. Eso es algo que he aprendido en esta relectura, que las mujeres tenemos un pacto con la vida, que la engendramos, que tenemos un compromiso de generosidad.
—¿Qué es lo más complicado de meterse en la piel de este personaje? ¿Qué le exige este monólogo?
—En primer lugar, una forma física importante, pero también gimnasia emocional. Voy a cumplir 78 años y es hora y media en escena, con un pensamiento inconexo. Tengo que estudiar muchísimo todos los días antes de salir a escena, porque es muy difícil de retener. Es como tener siempre un instrumento bien afinado, un instrumento que soy yo. Y ese afinamiento pasa por lo que como, por las horas que duermo, por lo que respiro, por el ejercicio que hago, por el estudio.