El cineasta gallego Lois Patiño conversa con la Muerte en el tren de sombras de Tokio

José Luis Losa BERLÍN / E. LA VOZ

CULTURA

El cineasta gallego Lois Patiño presentó en la Berlinale su cortometraje «El sembrador de estrellas».
El cineasta gallego Lois Patiño presentó en la Berlinale su cortometraje «El sembrador de estrellas».

François Ozon inaugura la Berlinale con su filme «Peter von Kant», arrebatada fusión con el universo «queer» de Fassbinder que resucita a Isabelle Adjani

11 feb 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Aunque no se llevó premio oficial, a nadie pasó inadvertida la huella que dejó en la Berlinale liminar del 2020 Lois Patiño con su abrumadora inmersión en las gargantas de H. P. Lovecraft titulada Lúa vermella. Por eso, después de que Cannes seleccionase en julio Sycorax, un corto que Patiño realizó junto al argentino Matías Piñeiro, no puede dejar de verse la presencia en la sección de cortometrajes de este año de El sembrador de estrellas como un interés de Berlín por atraerse al realizador gallego como nombre de la casa.

Es El sembrador de estrellas un trabajo en el cual Patiño se orientaliza, no solo por rodar desde la oscuridad de un Tokio noctívago sino porque introduce en los diálogos la estructura del haiku para dar forma a una conversación del ser humano con otra voz que pronto sabremos que es la Muerte. Como en El séptimo sello, es una parca filósofa, deseosa de conmocionar las seguridades instaladas en el hombre. Y también es una serpenteante ladrona de citas. Porque en sus requiebros al pobrecito hablador recurre, entre otros, a Borges, Beckett, Paul Celan, Victor Hugo, Antonio Gamoneda, Susan Sontag, Valente, Merleau-Ponty o Machado.

A partir de la fuente de la oscuridad acuífera donde la muerte desafía en su parlamento al humano afirmándole que «la verdad emerge cuando me miras de frente», hacia las alturas, en un estrato superior, además de rascacielos y metrópolis, se conforma un tren de sombras, una elevación de ascensores en la negritud que semejan expediciones al cosmos. Una construcción estética que rehúye cualquier pirotecnia efectista y se reivindica como la escalada desde un submundo al fin de la noche con santo y seña ideados por ese creador de sueños que es Patiño.

En El sembrador de estrellas convive el buscado cripticismo de un universo oriental acendrado en su territorio zen con los fogonazos verbales que -no menos impactantes que los lumínicos- estallan reveladores en citas que resuenan como perturbadores desafíos: «Donde hay peligro crece lo que salva».

En esa emanación de la profundidad del verbo hacia las alturas, donde la luz transita como bala hacia el cielo o como vagones colgantes del vacío, esta obra se respira como una nueva cosmogonía -siempre mesmerizante en Patiño, cada vez reinventada en su voracidad por los espacios y los tiempos- tan poderosa que vuelve a invitarnos a concluir que la poética de lo visual de este autor avanza a cada paso. Y esta vez cree en ese fastuoso valor de la palabra significante, de un Patiño como ávido ladrón de orquídeas que alcanza un equilibrio entre la oscuridad y el infinito de la luz. Entre el peso del verbo enfatizado por el pulso entre la humanidad trémula y la ingravidad de la muerte que te habla de tú a tú en este Tokio que interpela al sentimiento trágico o existencial de la trémula belleza.

«Peter von Kant»

La Berlinale arrancó en su competición por el Oso de Oro con Peter von Kant, filme en el que el feraz François Ozon -sale a más de una película por año- vuelve a sumergirse, tras su lejana adaptación de Gotas de agua sobre piedra caliente, en el magnético mundo legado por Rainer Werner Fassbinder, esta vez con una relectura de Las amargas lágrimas de Petra von Kant, una de las piezas maestras del artista alemán que vivió rápido, murió joven y devino hermoso cadáver.

Sobre el texto teatral y la película de origen, Ozon trueca el sexo de los protagonistas del genuino melodrama kitsch sobre la claustrofóbica pasión queer encerrada en abigarrado apartamento. La diseñadora de alto standing y la musa trepadora de Fassbinder son ahora un obeso director de cine y su protegido magrebí. Y Ozon se propone templar un homenaje plagado de guiños al maestro.

Precisamente esa pleitesía es la que -no sé si intencionadamente- corta bastante el vuelo del troquelado remake. La función -con un magnífico Denis Menochet como el desesperado creador necesitado de la juventud efébica, y de su deseo, como del aire- es impecable pero no despega dramáticamente porque parece siempre congelarse en el tributo. Y está lejos de desarrollar la atmósfera sagrada y el proscenio de la decadencia como mórbido grotesco que palpitaba en la obra germinal a la que reverencia.

Tampoco atina a matizar, más allá del esbozo, sus personajes porque Ozon ha recortado mucho el texto escénico y el metraje respecto de las más de dos horas de Las amargas lágrimas de Petra von Kant. Y así el desarrollo del filme se resiente, atropellado.

En cualquier caso, Peter von Kant nos devuelve al François Ozon visceral, al que vive en el barroquismo arrebatado. Es el que nos mola. El desmelenado que no asomaba desde Una nueva amiga. No el constreñido señor de su último y académico cine, que se percibía como un embridado cualquiera.

Y -amén del cameo de la totémica Hanna Schygulla- nos regala el renacimiento de Isabelle Adjani, ave fénix casi septuagenaria habitada aquí por una segunda juventud cuasi vampírica, como alimentada por alguna clase de nueva posesión alienígena inconfesable. Como aquella que inmortalizó la actriz ahora revivida en una aterradora obra maestra del gran Andrezj Zulawski de hace medio siglo. Solo por eso merecen Ozon -y Adjani, of course- un inmoderado olé.