Verónica Forqué, tantas veces Irma la Dulce y otras muchas cosas más

jose luis losa

CULTURA

Verónica Forqué en  Kika  (1993)
Verónica Forqué en Kika (1993)

Más allá del cliché de actriz cómica, la artista escondía otros perfiles

29 dic 2021 . Actualizado a las 15:10 h.

Repaso la imagen que de Verónica Forqué decanta el cine español un día después de su fallecimiento. Aún en el turbión que deja la resaca de los desolados, sí se abre camino, como una reparación, el luto por la artista, en una reverencia que parece más francesa —por cómo en el país vecino idolatran y enaltecen a sus cómicos— que ibérica.

Todos hemos conocido a una Verónica. Y hay muchos perfiles de ella más allá del que ha primado, que es el que vendría a recordarla como una suerte de variantes de Irma la Dulce: esa figura de una Shirley McLaine aggiornada, trocando el bolso giratorio del barrio parisino de Les Halles por la lencería de atrezo casero o de alto diseño del Almodóvar de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? o de Kika.

También hizo mucho por ese cliché la porno-star de ¿Por qué le llaman amor cuando quieren decir sexo? E incluso la Forqué protagonista de vodeviles donde la infidelidad era la regla del juego: en La vida alegre, en Salsa rosa o en Sé infiel y no mires con quién. Incluso en ese personaje de enredadora publicista de la familia turronera de traca de Moros y cristianos, para el cual le costó días convencer a Berlanga que le permitiese interpretarlo con marcado acento rioplatense. Y así entraba y salía de un dormitorio mientras López Vázquez escondía a su amante, la Sardá, en el baño. Y la Forqué replicaba, muy latinoché: «¡Vos en calzoncillos y ella en bombachas¡»

De esos personajes con Almodóvar quedaron frases que en el registro de voz y de ternura de Forqué sonaban asumibles pero que en sí mismas, escritas sobre el silencio del papel resultan poco menos que irreproducibles. En Kika hay una secuencia delirante en la que ella conversa de sexo con un muerto yacente. «Yo he tenido la manga muy ancha, Ramón. En peores garitas he hecho guardia. Pero claro, es que yo me entrego, me entrego. Porque yo me enamoró. Yo con que tengan buen fondo y buen r…. yo me enamoro».

Pero existen muchas otras verónicas. A mí hay dos que me parecen memorables. Una es la que protagoniza uno de los acercamientos más interesantes a la corrupción de la España reciente. Se trata de Amor propio, la película más injustamente olvidada de Mario Camus, filmada en 1994, en plena escabechina de la cultura del pelotazo. En ella, Forqué es la mujer del estafador. La esposa de un banquero que se ha largado con la pasta y que tiene que armarse de valor en un thriller del tardofelipismo que les invito a que revisen.

La otra Verónica Forqué que más me gusta recordar es la de Madrid, un filme que conviene volver a citar porque sobre él ha caído la losa de la desmemoria. Y no solo porque el cine de Martín Patino sea veneno para la taquilla. Sino porque indaga en un mito de la historiografía universal del siglo XX: el de la ciudad de la resistencia republicana. A ese Madrid —que cuando Martín Patino filmaba tenía aún por alcalde a Tierno Galván— llega un realizador alemán, interpretado por Rudiger Vogler —un habitual del cine de Wenders— para filmar un programa de televisión que indague en lo que queda de aquella ciudad del período de nuestra guerra incivil. Y son como una herida del tiempo los paseos de Vogler y Verónica Forqué por los atardeceres rojizos de ese Madrid que suena aún a verbena y que, en los rescoldos de lo que se llamó dispersamente La Movida, estaba todavía muy lejos de conocer que en un futuro cercano iba a albergar la metrópolis de otra movida originada en la Norteamérica de Trump.

Es en esa ciudad de finales de los ochenta, cuando verdaderamente Madrid era una fiesta (esto es algo siempre muy subjetivo: a algunos sí nos lo parecía; hablé de ello con Verónica hace unas semanas y sentía la misma melancolía e idéntico extrañamiento ante la fiesta actual) es en donde ella compone el que creo que es el más intimista de sus registros. Ante la inminente partida de Rudiger Vogler, el hombre que busca el Madrid de un pasado mitificado, y con el que mantiene una relación sentimental, Verónica Forqué susurra: «Tú te volverás a tu país. A seguir rodando tus películas. Y yo me quedaré aquí, para los que quieran que les monte sus documentales, sus spots de publicidad o sus chorradas. Acordándome de un tal Hans».

Esa secuencia, vista y escuchada Verónica Forqué en esta tarde de desolación, cobra aire de elegía, de ceremonia de los adioses. Como un Johnny Guitar con fondo de La Verbena de la Paloma. En otro tiempo, en otra ciudad.