Luis de Pablo, comprender la vida a través de la música

César Coca BILBAO / COLPISA

CULTURA

A la izquierda, el compositor bilbaíno Luis de Pablo, saludando tras un concierto en el Teatro Real.
A la izquierda, el compositor bilbaíno Luis de Pablo, saludando tras un concierto en el Teatro Real. Javier del Real | Europa Press

El compositor bilbaíno, fallecido el domingo, tejió una red de complicidad con los diferentes intérpretes de su obra

12 oct 2021 . Actualizado a las 00:56 h.

A mediados de los ochenta, cuando era director artístico del Festival de Lille, profesor en Madrid y responsable del Centro para la Difusión de la Música Contemporánea -su único cargo oficial-, Luis de Pablo sufrió un infarto. El trabajo acumulado y la tensión que le producía el boicot de unos funcionarios procedentes del franquismo que ni se molestaban en disimular lo mal que les caía lo colocaron al borde de la muerte.

Mientras estaba en el hospital, pensó que si salía de aquello con bien «solo iba a hacer lo que realmente quisiera».

Es lo que el compositor bilbaíno, muerto el domingo a los 91 años, hizo desde entonces. «Componer ha sido mi manera de vivir. Si me lo lo quitan no quiero vivir», confesaba en una larga entrevista concedida en su casa de Madrid. Y ha sido fiel a su proyecto vital y artístico hasta el final.

Su casa, situada en una calle del centro genuinamente más castizo de la capital, era una representación simbólica de su vida y sus preocupaciones. Porque Luis de Pablo vivía junto a una biblioteca (una habitación para los libros en francés, lengua que hablaba desde la infancia, otra para la literatura africana y asiática, otra para los ensayos, más allá una cuarta dedicada solo a partituras), un museo de instrumentos de todos los lugares del mundo, una discoteca repleta de álbumes raros como incunables y una galería y taller de arte, donde tiene instalados sus dominios Marta Cárdenas, su esposa.

Ahí están las huellas de su trayectoria, el recorrido realizado por un niño a cuyo padre mataron durante la Guerra Civil tras una denuncia y cuyo hermano mayor cayó en la Batalla del Ebro. El que luego sería uno de los compositores de vanguardia más importantes de España y Europa se inició en la música a través de la zarzuela, a cuyas funciones lo llevaban en aquel Madrid asediado por las tropas de Franco.

Pero antes de dedicarse de lleno a la composición estudió Derecho y entró a trabajar en Iberia, en el departamento de seguros de la compañía aérea. Ya para entonces había logrado estrenar varias obras y gracias a Elías Querejeta vinculó su nombre a algunas películas relevantes de directores de culto como Víctor Erice, Gutiérrez Aragón y Ricardo Franco.

Escribía para el cine -aunque nunca quiso editar un disco con esas obras porque no deseaba que se convirtieran en lo más conocido de su producción-, sufría pero solo lo justo con el rechazo que el público y los críticos más rancios mostraban hacia la obra de quienes se separaron del nacionalismo musical para adentrarse en la electroacústica y la atonalidad, viajaba por todo el mundo relacionándose con los representantes de la modernidad musical, hacía amistad con poetas como Gerardo Diego, organizaba conciertos, impartía clases, dirigía Juventudes Musicales...

Era una figura incuestionable pero tenía la humildad suficiente para pedir consejos a los solistas que iban a estrenar sus obras sobre cuestiones técnicas relacionadas con sus instrumentos. Y trabajaba con rigor y disciplina porque, como solía decir, no creía «en la inspiración, una palabra equivocada y cursi».

«Escepticismo negro»

Gran conversador, Luis de Pablo contaba con ese vozarrón grave, que solo se suavizó en los últimos años, mil anécdotas de sus viajes por el mundo. Como cuando en un pueblo de Bolivia, debido a su acento y la barba, lo confundieron con un obispo e iban a besarle la mano. O cuando allí mismo entró a tomar algo a una muy humilde casa de comidas y la camarera, queriendo agradarle, le puso un disco de Raphael. Al contarlo, reía con ganas, aunque luego no podía evitar lo que el denominaba un «escepticismo negro» con el que contemplaba el mundo que nos rodea.

Como integrante de la Generación del 51, quizá en su conjunto la más brillante de la historia de la música en España, vivió la incomprensión en su país compensada sobradamente con el éxito fuera, sobre todo en Francia, Alemania e Italia. Trabajó en todos los géneros y consiguió tejer una tupida red de complicidad con los intérpretes. Ayer mismo, Iñaki Alberdi y Asier Polo, que estrenaron varias de sus últimas obras, hablaban en términos muy elogiosos de él, de esa bonhomía que ocultaba tras un rostro de rasgos duros, de su enorme talento y su gran cultura.

Era la forma de estar en el mundo de un hombre que alzó su voz contra la injusticia y que alertaba sobre cómo el mundo actual ha terminado por mercantilizarlo todo y privar de su significado más profundo incluso al arte.

Hace unos años, preguntado por qué desearía que quedara de él tras su muerte, dejó dicho algo así como un epitafio: querría que permaneciera en el tiempo «el testimonio de una persona que comprendió la vida a través de la música».