Gabriela Consuegra: «Tus muertos habitan en ti, viven en ti»

Héctor J. Porto REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

Gabriela Consuegra (Caracas, 1993) debuta en la literatura con una novela confesional sobre la muerte de su padre.
Gabriela Consuegra (Caracas, 1993) debuta en la literatura con una novela confesional sobre la muerte de su padre. EDUARDO PÉREZ

La joven periodista venezolana afincada en Galicia publica su primer libro, una novela de no-ficción en la que afronta la muerte prematura de su padre en un ejercicio de duelo y sanación

22 jun 2021 . Actualizado a las 05:15 h.

¿Y si la muerte desgajara la mejor parte de ti cuando apenas tienes 20 años? ¿Qué ocurre cuando descubres que tu padre está a punto de morir, mucho antes de lo que imaginabas? La periodista venezolana afincada en Galicia Gabriela Consuegra (Caracas, 1993) decidió escribir para enfrentarse a esa cruel certeza, para combatir el miedo, para procesar lo que estaba viviendo, para ser consciente. «Era el 2013. Estaba aguardando la visa y los papeles de la universidad para irme a estudiar a España y descubrimos la enfermedad de mi papá, Álvaro. Detuve todo, las prioridades cambian. El cáncer irrumpió de una forma violenta -recuerda- y ya la primera noche parecía que él no iba a llegar al día siguiente. Esa posibilidad de la orfandad que nunca consideras a esa edad... Mi forma de reaccionar (e intentar entender lo que pasaba y lo que podía pasar) fue escribiendo». Estaba en ese momento cursando un taller de crónica y tomó el lápiz. Aquí no había lugar para la ficción, si acaso en la estructura del texto -«se asemeja más a un libro de relatos que a un diario»- y cuando cede la voz narrativa a su padre o a su hermana. «Hace poco alguien me dijo que este es el género que nadie elige. Y es verdad, darías cualquier cosa por no estar escribiendo sobre esto», dice.

Quiso elaborar historias breves para darle un cierre a los episodios que le generaban más confusión. Buscaba otra perspectiva, ampliar la suya: «Si te descuidas, en la enfermedad todo es miseria, todo es dolor, y así nadie puede vivir». Intentaba hacer algo mejor, a través de estas cápsulas, estas estampas cortas. La lectura le ayudó, pero fue la escritura la que la salvó. Era escribir para seguir viviendo, para crear un espacio en que entrase la vida, porque vas a seguir viviendo, pero «se trata de seguir viviendo bien; es relevante de qué manera». Para hacerlo un poco mejor hay que recurrir a esas herramientas, a lo que la literatura te da. Dentro de la tragedia -admite-, necesitaba mejorar las circunstancias.

Con esas piezas breves, que van y vienen en el tiempo, adelante y atrás, que buscan cubrir agujeros, va construyendo un collage, sin un orden demasiado lógico. Ese barajar aparentemente anárquico «es una representación de la memoria, eso sí lo tengo claro, intenté hacerlo de esa forma natural, orgánica», detalla.

Lo que subyace es el pánico al olvido, la necesidad de conservar. «Quería tenerlo a mi lado, porque 20 años no es una edad para perder un padre, ninguna lo es, pero a mí me faltaba mucho por vivir con él. Y tienes que acelerar el proceso de aprendizaje; de repente, te encuentras con que no hay nada más importante en tu vida que entender a tu padre, saber de dónde viene, llenar vacíos. Hay gente muy importante que ni había llegado a mi vida y ya no iba a conocer a mi padre. Ese temor a no tenerlo, a no saber qué viene, fue lo que me empujó a escribir. Solo después descubres que no lo pierdes y que aunque no hubiese escrito el libro él continuaría aquí: tus muertos siguen contigo, habitan en ti de alguna manera y reviven y viven en ti. Pero entonces no lo sabía. Yo tengo una conversación activa con mi padre todo el tiempo, y me influye en cada momento en decisiones importantes», confiesa.

Fue hacia el final del libro cuando se dio cuenta. La despedida es casi una carta, habla con Alvarito. «Yo sentía que me respondía. Puedo escuchar lo que me diría dependiendo en qué situación. Tengo muy presente a mi padre y creo que no es algo que me pase solo a mí. Así, el libro fue mutando, primero iba sobre la enfermedad, luego sobre la muerte y sobre el duelo, y al final, en un círculo muy bonito, termina en la vida de nuevo».

Gabriela Consuegra cree que ha triunfado la vida y que esa es la mejor conclusión: «Me ha dado mucha tranquilidad. En mí la literatura funcionó como ejercicio de sanación. Yo sería hoy un ser mucho más triste, amargado, si no hubiese escrito este libro».

Vivió, sin embargo, el duelo de una forma intensa, fue muy largo, lacerante, en esa conversación con el padre, en esa fase tan potente, mirando el pasado, recordando momentos de la enfermedad. «Era durísimo, pero acabó por imponerse con más fuerza esa parte del duelo que a veces no vemos, por miedo al dolor, y que es lo que viene después, que es muy gratificante. Obviamente todos preferiríamos que la gente que queremos siguiera viva, pero luego pasan cosas que están bien y que ayudan», subraya.

Con el volumen ya publicado -Ha pasado un minuto y queda una vida (Temas de Hoy), que se presenta este martes en la librería Cronopios, en Santiago-, la autora siente que refleja lo que fue Álvaro Consuegra, su forma de enfermar y de morir y por ende su forma de vivir. «Estoy satisfecha, creo que representa bien -incide- a la persona que fue mi padre; me da satisfacción, me alegra y me abraza un poco».

Gabriela es una valiente. Ya lo era con 20 años. Ahora tiene 28. Con esa misma valentía llegó en enero del 2016 a Santiago a estudiar, siguiendo el azar de la lectura de unas cartas de su admirado Julio Cortázar en que narraba elogiosamente sus viajes por Galicia. Relativiza su mérito y dice que con 20 años lo que no quieres es ser indigno de la persona que amas. «Yo veía a mi padre asumir la muerte con tal valor... Todo eso me hizo pensar más en cómo había vivido, en lo que era importante para él, esa manía por buscar el lado bueno de las cosas, mantenerse optimista, por ver belleza y armonía por doquier. Y yo, como embajadora, la representante, no puedo ser menos».

Ha nacido una escritora, aunque ella dice que le queda mucho por recorrer. No sin admitir antes que sí, que «vienen cosas».