Céline Sciamma se revela en la Berlinale como una de las directoras de este tiempo

José Luis Losa

CULTURA

El fascinante filme «Petite maman» consagra a la realizadora francesa

04 mar 2021 . Actualizado a las 09:05 h.

Cuando se dio a conocer la lista de películas a concurso en esta rara Berlinale si algo sorprendió fue la presencia de Céline Sciamma. Porque la directora francesa venía de consagrarse en Cannes con Retrato de una mujer en llamas, que sonó para la Palma de Oro. Y, en la duda de su elección por Berlín, resulta que el filme que presenta es magnífico. En su sutilísima trama, la del conocimiento de dos niñas en el campo, Sciamma compone un juego especular de parecidos, de duplicidades, de vidas paralelas, que sería inquietante si el aura que envuelve Petite maman no fuera la de la ternura y la amistad casi fagocitada en amor de ambas niñas, en la vida real las hermanas Josephine y Gabrielle Sanz.

Sciamma ya había mostrado su interés por los adolescentes en Tomboy (2011) y Bande de filles (2014). Pero aquellas eran más dependientes de sendas historias más subrayadas. Petite maman mantiene en el fuera de campo y en las elegantes elipsis el mundo de los adultos -la enfermedad, la muerte, una crisis de pareja- y deja que la sabiduría de sus dos pequeñas siamesas emocionales las asuma y las trascienda en su nuevo mundo de libertad y autodescubrimiento que habita en el corazón del bosque. Con apariencia de obra menor, la cinta casi evoca al cine de miradas infantiles que todo lo dicen, el de Víctor Erice. Y se convierte de paso en la gran película de lo hasta ahora visto en esta Berlinale.

Nagy y Koberidze

Veo Luz natural, de Dénes Nagy, que se adentra en el papel del Ejército húngaro y sus destrozos humanitarios como apoyo de los nazis en su invasión de la Unión Soviética. Su protagonista, excelente Ferenc Szabó, es un oficial forzado a dirigir su comando en esa persecución de los partisanos. Su laconismo, su mirada escéptica y soterradamente asqueada sobre la guerra es contundente, como la fotografía flamígera. Pero su director no está dotado de eso que se llama pulso, sentido del ritmo. Con todo a favor, te hunde en el sopor y en el sofá.

Sufro las dos horas y media de la georgiana ¿Qué vemos cuando miramos el cielo?, de Alexandre Koberidze. Presuntamente te va a contar los azares de un amor a primera vista. Pero qué va. Koberidze se embrolla en un costumbrismo de gente feliz, entre oda turística a Tiblisi y recetas de repostería.

Este mundo del festival on-line incorpora un botón en el menú de pantalla que te permite acelerar la velocidad de visionado del largometraje por dos, cuatro, ¡hasta ocho! Pasan los 150 minutos de cursilería a la georgiana y no dejo de mirar el botón con ansia. Me resisto. Apretar ese botón sería convertirte en el crítico sin deontología que huye de la sala en la oscuridad. No se debe pasar esa línea roja.