Frente a la rigidez de otros filósofos, Spinoza es especialmente hábil para conciliar razón y Dios. En su búsqueda de la buena vida, de la felicidad posible, hace gala de una hermosa inteligencia que enamora en su lucidez al distinguir claramente entre la palabra revelada y la palabra que verbaliza su yo filosófico, siempre amante de la verdad: «Cuando he conseguido una demostración sólida, no pueden venir a mi mente ideas que me hagan dudar jamás de ella. De ahí que asienta a lo que el entendimiento me muestra, sin la mínima sospecha de que pueda estar engañado o que la Sagrada Escritura, aunque no investigue este punto, pueda contradecirla», arguye para concluir maravillosamente que «la verdad no contradice a la verdad». Así lo expone en una carta remitida en 1665 a Willem van Blijenbergh. «De todas aquellas cosas que están fuera de mi poder, nada estimo más que poder tener el honor de trabar lazos de amistad con gentes que aman sinceramente la verdad [...] Este amor es, además, el mayor y más grato que puede darse hacia cosas que están fuera de nuestro poder, ya que nada, fuera de la verdad, es capaz de unir totalmente distintos sentidos y ánimos», le confiesa en otra misiva, en que asimismo se muestra indulgente con las debilidades humanas.
La correspondencia de Spinoza se revela como un instrumento de conocimiento de la persona -el más poderoso que se dispone- gracias a esas filtraciones que se producen en su discurso, sus refutaciones a los correspondientes y sus reflexiones, y que no se permean en sus tratados. En este ámbito, el sello Trotta acaba de publicar Ética demostrada según el orden geométrico, en edición de Pedro Lomba -Manuel Machado hizo una versión en 1913-, considerada su obra magna y que apareció póstumamente.