Almodóvar escenifica con Tilda Swinton el gran monólogo sobre la quiebra del amor

José Luis Losa VENECIA / E. LA VOZ

CULTURA

Tilda Swinton y Pedro Almodóvar, posando este jueves en el festival de cine de Venecia
Tilda Swinton y Pedro Almodóvar, posando este jueves en el festival de cine de Venecia YARA NARDI | Reuters

La obra teatral de Jean Cocteau «La voz humana», cuya adaptación presentó el cineasta manchego en Venecia, ya estaba muy presente en otras películas como «La ley del deseo»

04 sep 2020 . Actualizado a las 09:03 h.

Almodóvar y Tilda Swinton le hicieron a esta Mostra el gran favor de sacudirle las miasmas y lograr que se comience a hablar de cine. Los 30 minutos en los que el manchego adapta de forma libre La voz humana, la pieza de Jean Cocteau, se respiran como un ejercicio de alto estilo tan naturalmente ligado al universo Almodóvar que parecería que antes de Cocteau ya hubiera incubado el manchego este texto sobre el desamor. Que es necesariamente un monólogo porque el desamor es decisión de uno. Aunque ese sea quien calla. Y el otro, el malherido, se explaye en palabras como naves en bajío.

De manera directa en La ley del deseo, el personaje transgénero que encarnaba Carmen Maura ya subía a escena para entonar ese borbotón histérico de Cocteau que han llevado a la cima la Magnani, la Signoret o la Bergman. Tilda Swinton asume esa carga con desenvoltura heterodoxa. Y su rol de mujer sojuzgada por la incapacidad de asumir la pérdida del ser amado lo transmite como Cocteau pedía. Sin lagrimeo. Almodóvar desmonta la pieza original, la libera de algunas interferencias telefónicas. La centra en la cobardía antitética a esa frase que Marisa Paredes espetaba a Imanol Arias en La flor de mi secreto. «¿Existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de salvar lo nuestro?». En sí misma, La voz humana es justo lo opuesto a ese momentum. Negar, no afrontar la evidencia de los abrazos rotos, cuya banda sonora -de Alberto Iglesias, claro- hace los honores en la entrada al proscenio de Tilda Swinton.

En su relectura, Almodóvar saca al exterior a su mujer furibunda. Solo para comprar a tito Agustín un hacha con el cual Carmen Maura destrozaba el escenario en La ley del deseo y la Swinton deshilacha el traje de su hombre ausente. Y ya enjaulada, como fiera herida por el abandono, asistimos a ese elixir de almodovarismo concentrado. El deseo como acto que al final de su camino se envenena de rojo crueldad. De brutal desasosiego. En la pieza de Cocteau, la mujer se suicida en su no aceptación del vacío. La Swinton de Almodóvar elige entre la destrucción o el amor y se queda con ambos. El fuego y la palabra. Y un muy bello mutis emancipatorio que Almodóvar dijo en el Lido permitirse en un momento en que «se siente mayor, biológicamente viejo» para el corsé de la muerte.

Pornogenocidio

En la primera de las películas a concurso hubo que sufrir uno de los actos de inmoralidad cinematográfica que más detesto: el uso de una tragedia humanitaria como recurso melodramático, artero, soez. Eso es lo que hace Jasmila Zbanic en Quo Vadis, Aida?: manosear de manera exhibicionista y desalmada el genocidio de Srebrenica, donde miles de bosnios fueron enterrados en fosas comunes ante la pasividad de unas fuerzas de la ONU holandesas muy frugales.

El director del festival, Alberto Barbera, posa con la actriz serbia Jasna Duricic, la realizadora bosnia Jasmila Zbanic, el actor serbio Boris Isakovic, el actor belga Johan Heldenbergh y el alemán Raymond Thiry, en la presentación del filme «Quo Vadis, Aida?»
El director del festival, Alberto Barbera, posa con la actriz serbia Jasna Duricic, la realizadora bosnia Jasmila Zbanic, el actor serbio Boris Isakovic, el actor belga Johan Heldenbergh y el alemán Raymond Thiry, en la presentación del filme «Quo Vadis, Aida?» ETTORE FERRARI | efe

Y ahí entra Zbanic a degüello: sin sentido de la elipsis o de una distancia necesaria, haciendo pornogenocidio como un subgénero de la rapiña. Como si un holocausto se pudiese vender como lacrimógeno drama de mamá coraje. Con subrayados narrativos torpísimos. Y errores como erigir en personaje de ficción matona a un criminal de guerra como el general Mladic. Tiene delito la labor de Zbanic. Y es un retorno insaciable al lugar del crimen. Porque esta directora ya se llevó nada menos que un Oso de Oro en el 2006 por Grbavica, que sí mantenía una sobriedad al denunciar las violaciones masivas en la guerra de los Balcanes.

La francesa Nicole Garcia logró, como directora, acercarse a conceptos como la podredumbre de la riqueza o la hipocresía de la apariencia en la escala social en dos películas muy notables: Place Vendôme y El adversario. En Amants, presentada aquí, hilvana de nuevo la pasión, el dinero embrutecedor y el asesinato en una historia desarrollada ente París, Ginebra y una isla del Pacífico. La atmósfera es sabiamente insana. Y el triángulo que articulan Stacy Martin, Pierre Niney y Benôit Magimel es alquímico. Lástima que el guion, entre tanto jet-lag, sea un queso gruyère de azares tan inexplicables como la anunciada presencia este viernes en la Mostra del líder ultraderechista Matteo Salvini para «ver una película sobre terroristas» [sic]. Ya que este año no viene Clooney, pues eso.