El camboyano Rithy Panh hace caja en «Irradiés» a costa de los totalitarismos del siglo XX

José Luis Losa BERLÍN / E. LA VOZ

CULTURA

El realizador Rithy Panh atiende a la prensa durante la presentación del filme «Irradiés» en la Berlinale
El realizador Rithy Panh atiende a la prensa durante la presentación del filme «Irradiés» en la Berlinale RONALD WITTEK | EFE

La competición de la Berlinale se cerró con la película iraní «There Is No Evil», ejercicio de impostada solemnidad del cineasta Mohammad Rasoulof

29 feb 2020 . Actualizado a las 11:09 h.

El cineasta Rithy Panh es un nombre ya inscrito entre los necesarios reconstructores de la memoria del genocidio en el siglo XX. Su labor como narrador en imágenes del horror vivido en Camboya durante el régimen de locura y crímenes de Pol Pot y los jemeres rojos no solo sirvió para documentar aquel infierno con extremo rigor sino para avanzar en la legitimidad del material de archivo como articulador de un discurso mucho más efectivo y honesto que un oportunista melodrama oscarizado de Hollywood. Ahí están Site 2 y La máquina de matar de los jemeres rojos como títulos que explicaron al mundo cómo un régimen de iluminación sangrienta dio para soterrar el mayor número de fosas comunes con cadáveres sin identificar que existe en país alguno. El propio Panh escapó de aquel país devenido patíbulo en 1975 mientras toda su familia era asesinada por los alegres y combativos seguidores de Pol Pot.

Pero casi medio siglo después de aquellos hechos muchas películas y una acumulación de reconocimientos han erosionado aquella autenticidad en la denuncia, algo que ya se iba notando en sus trabajos La imagen perdida, Exil y Tumbas sin nombre. Y salgo de ver Irradiés en esta Berlinale con una muy incómoda sensación: la de cómo un superviviente y memorialista esencial puede terminar transformado en algo bastante turbio. Panh quiere presentar Days como el Libro Negro de los Totalitarismos. Y también de otras violencias como la nuclear en Hiroshima y Nagasaki o en Vietnam, alentadas en nombre de cierta idea de la libertad como monopolio.

Pero todas las decisiones que toma -tanto las formales como las más propias de los contenidos y los significados- son erradas si no frívolas o poco éticas. La manera de partir la pantalla como un tríptico a modo de jardín de los terrores está injustificada porque lo único que logra es reducir las dimensiones de las imágenes y aminorar su impacto, todo a costa de que este material de archivo tan sensible se asemeje a una vídeo-instalación donde se muestran las montañas de cadáveres de los lager nazis, de los jemeres camboyanos o los cuerpos calcinados por las bombas nucleares de Truman. Si es ya muy cuestionable el regodeo en exhibir (una vez más) imágenes extraídas de Noche y Niebla de Resnais, hay otras cosas muy feas en Irradiés. Un fotograma de una mesa en la que reposa un libro de Lenin no puede situarse al mismo nivel que el espanto de la Shoah. Porque un libro es eso, una idea, una filosofía -aunque pueda ser muy rechazable su deriva- y no una cámara de gas.

Y luego está la sensación de anquilosamiento de Panh. Como si el siglo XX o el risible Fin de la Historia de Fukuyama hubiesen dado carpetazo al archivo mundial de los genocidios. Y no hubiese espacio en ese gran angular de los crímenes en masa que quiere ser Irradiés para los cadáveres de hutus y tutsis en los Grandes Lagos. Para los Balcanes, para Irak o, ahora mismo, Siria. Da mucha pena ver a Rithy Panh fuera del sitial ético y fílmico donde todos creíamos que debía estar.

«There Is No Evil». Rasoulof, tan iraní, es fan de «La casa de papel»

La película que cerró la competición en la Berlinale es la iraní There Is No Evil. En ella, el veterano y zorro viejo del trapicheo emotivo Mohammad Rasoulof quiere colocarnos una denuncia de la pena de muerte en Irán. La articula en cuatro actos sobre la figura del verdugo en las ejecuciones: el primero de ellos es cine más que notable, negrísimo y cerrado con un tremendo plano de los ahorcados que humedecen su sombra. Pero ya en el segundo temblamos al escuchar el Bella Ciao como happy ending de una fuga hacia la libertad. O sea, que Rasoulof, tan iraní, es fan de La casade papel. Y ya, desde ahí, todo deriva hacia una impostada solemnidad que se quiere muy bella y que mereció aplausos en el tendido del ocho.

Mucho me temo que la pamema de este iraní se lleve premio. No me fío nada de un jurado con Jeremy Irons de presidente. Suenan mucho para los premios Ondine, de Christian Petzold y las dos excelentes películas norteamericanas First Cow, de Kelly Reichardt, y Never Rarely Sometimes Always, de Eliza Hittman. Pero se respira cierto aire de palmarés trucho.