La gala de los Goya: sin Greta Garbo ni Ricky Gervais

José Luis Losa

CULTURA

María José López | Europa Press

26 ene 2020 . Actualizado a las 17:51 h.

Decimos que las galas de los Goya nos importan poco. Pero cuidado, que las carga el diablo. Recuerden del 2003, con aquel amotinamiento bohemio contra la guerra de Irak, que provocó, sin bromas, un parteaguas histórico. Un iridiscente momentum sociopolítico. Prefiguró la acritud dialéctica de las dos Españas, la que ahora tratamos de cabalgar. Síndrome de Irak podríamos llamar a la mansedumbre que, desde entonces, se apoderó de los Goya: ese tono pazguato, ese miedo a cabrear a algún anchorman o a Jenofonte. De ahí que el inofensivo diapasón de conductores de esta década vaya de los chicuelos del humor chanante al prota de Ocho apellidos vascos. O a la matrimoniada esta de Buenafuente y Abril, más revenidos que el cocido de Juanito Valderrama. Y con un guion como el del sábado, de humor acromegálico o de horario infantil, cuyos gags, por contraste, hubieran transformado a Los Chiripitifláuticos en filoterroristas. Y es que en ese pabellón de básquet malagueño les metes a un Ricky Gervais, que se pasa la fiesta con un colocón de globo y bromeando sobre la pederastia, la querencia de Di Caprio por las nínfulas, los dos Papas o el enanismo incipiente de Scorsese y te digo yo que se monta una sanjurjada.

Y encima les falló Pepa Flores. Es tal su escapismo que -ya se fijarían- ni siquiera se atrevieron a proyectar en pantalla imágenes de Cabriola o de Carola de día, Carola de noche. A este extremo ha conseguido Marisol devenir Greta Garbo agreste, prosoviética y por tanto ucrónica; Fedora del corre, corre, caballito, aunque a Málaga ya llegue el AVE. Su ausencia fue el único momento que llenó la pantalla.

Con esa muermera, la gala solo funcionó por libre, a expensas de los golpes de justicia poética: esto es, los dos premios posibles para O que arde (los restantes los hubiera vetado sediciosamente Enrique Cerezo). Y el reconocimiento de que Dolor y gloria puede no entusiasmar pero es mayormente sobria y no trata de hacer pasar a un anunciante de gulas del Cantábrico por Unamuno, para que lo que resulte de ese sindiós sea no un filósofo existencialista sino un boticario de casino de pueblo siempre emponzoñado. Y así pasa que el que queda simpaticote y canta bingo y Goya por dar caña al pelma de la boina, sea Millán Astray o, en su defecto, Eduard Fernández.

Nos llevaron a tal nivel de aniquilación neuronal los discursos de los cuatro sonidistas vascos e infinitos de La trinchera o el delictivo ritornello de cada premiado con el saludo parental, a la gran primada (sic) o a Paulilla, que está por ahí sentada, que cuando finalmente vi a Banderas agarrar ese Goya con la ilusión del niño de El Bola y enviar a Antonio De la Torre a anunciar colonias, me emocioné. Y hasta me produjo -a mí, tan distante de la química del personaje- algo parecido a simpatía el primer triunfo plenario en España de Almodóvar, empeñado, a su aire, en remedar con su tocayo Sánchez las réplicas del debate sobre el estado de la nación.