«El día de Tarowean»: Corto Maltés regresa allí donde todo empezó

Rubén Santamarta Vicente
rubén santamarta REDACCIÓN

CULTURA

Enric Fontcuberta

Díaz Canales y Pellejero retoman el cómic del marino en preciso el punto en el que las inició Hugo Pratt hace 52 años con el icónico «La balada del mar salado»

11 nov 2019 . Actualizado a las 23:43 h.

En 1967, la revista juvenil italiana Sgt. Kirk iniciaba la publicación de las aventuras de un marino llamado Corto Maltese (Maltés, en su traducción al español). Arrancaba aquel cómic con el marino tirado en el medio del mar, atado a unos palos en una suerte de balsa, y con sus brazos en crucifixión. Quien se dirigía al lector era el propio mar, y aquello tan sugerente llevaba por título La balada del mar salado. Lo que vino después es bien conocido: uno de los personajes más icónicos del noveno arte (largas patillas, lazada al cuello, abrigo ajustado, gorra marinera, mirada penetrante...), ventas millonarias y traducciones de decenas de idiomas. Su creador, el italoargentino Hugo Pratt está considerado desde entonces como una de las grandes figuras del cómic de siempre.

En los casi treinta álbumes que vendrían después de aquella Balada del mar salado -ambientados entre el período entre guerras- el lector se va haciendo una composición precisa de Corto, sus orígenes, su sentido de la justicia, su cortante estilo, su sarcasmo, su buscada soledad... Pero nunca hubo manera de saber cómo había aparecido atado a esas maderas en medio del océano. Pratt murió dejando aquella incógnita. La última obra firmada por él, Mu (precisamente su creación más extraña) se publicó en 1988.

Fue en otoño del 2015 cuando dos creadores españoles recuperaron este personaje, tras varias intentonas que fracasaron antes de verse editadas. Con Rubén Pellejero al pincel (uno de los grandes dibujantes europeos de los últimos treinta años) y Juan Díaz Canales al guion (un creador fabuloso, coautor de Blacksad, una joya del cómic negro) ya son tres las aventuras publicadas desde entonces.

Y la última entra ahí, precisamente donde empezó todo. El día de Tarowean llegó a las librerías hace apenas una semana coincidiendo con lo que dice su título; en el Pacífico algunas islas denominan así, Tarowean al 1 de noviembre, el día de muertos. Está ambientado en 1912 y manteniendo a Corto junto a su envés, Rasputín, un marinero falso y peligroso a quien le pierde el juego y la soberbia.

 Este El día de Tarowean -con versiones en color y blanco negro, esta última con un tamaño de edición mayor- traslada a Corto a una suerte de precuela, a un capítulo cero de todo lo que vendría después. Está Rasputín, sí, pero también un personaje clave en la serie, el Monje (se resuelve así otra duda: ¿De dónde había salido este siniestro tipo en hábito y sin rostro). Y una interesantísima sucesión de secundarios. Los creadores consiguen transportar al lector a ese punto único del cómic original, ese en el que uno no sabía si la historia era irreal o estaba inspirada en un episodio histórico; con la misma intensidad se podía defender una cosa y su contraria.

 

 Está el océano, está la piratería, están las islas y sus pobladores, está el amor, está la colonización y están esas mujeres de fuerte carácter que miran a los ojos a Corto. Está esa subterránea defensa del medio ambiente que ya hace cincuenta años iba deslizando Pratt, y están esos saltos en el espacio entre una isla y otra. Y están, como nunca, esos atardeceres cálidos al otro lado del planeta.

 Y al final, en este El día de Tarowean está todo Hugo Pratt. Y está más que nunca. Es -hasta la fecha- el producto más logrado de los tres que ha sacado al mercado la editorial Norma, dando continuidad al inmortal Corto.