Festival de Cannes: Oliver Laxe hace crepitar el corazón del bosque en «O que arde»

josé luis losa CANNES / E. LA VOZ

CULTURA

Es la primera vez que se proyecta en la sección oficial de Cannes un filme en gallego

22 may 2019 . Actualizado a las 14:39 h.

En un presente en el cual, más que nunca, la narrativa cinematográfica parece abocada a responder con gratuidad y maniqueísmo a los conflictos, como si el drama y sus concausas fuesen un pimpampum, asistimos este martes a un acto creativo de nobilísimo armisticio alejado de estos garrotazos que exigen a la pantalla devenir cadalso. No nos sorprende que la mirada de Oliver Laxe sobre la tierra quemada de O que arde posea esa limpieza innata que le permite desmochar trampas argumentales propias del cine condescendiente. Y así crece y se enraíza esta película en la estirpe de las obras eminentes cuya estatura moral evita el juicio sumarísimo o populachero.

La figura del incendiario y los fuegos provocados en Galicia parecerían ser carne dramática para la hoguera, en un país donde se han removido o robustecido poderes al calor de la agitación y propaganda. Por eso, O que arde es una película política en su núcleo profundo, por oposición a la inflamación o a la demagogia sobre la que cabalga esta era. Su mirada sobre ese personaje que debería encarnar la irracionalidad del mal -ese hombre que acaba de salir de prisión, condenado por haber quemado el monte, y que vuelve al lugar donde ya se le estigmatizado de modo cuasi coral- es de una pureza incontaminada, al modo pasoliniano si Pasolini hubiese habitado Os Ancares y no Roma y sus arrabales.

Oliver Laxe no busca la empatía con su protagonista, hosco, extirpadas de él las emociones y la comunicación con sus semejantes. Ni trata de facilitarnos explicaciones, más allá de una breve reflexión de su personaje sobre cómo el eucalipto es una especie depredadora, cuyas raíces devoran todo lo demás. Es desde ese subsuelo radical desde el cual O que arde se erige como obra de un coraje colosal, un cortafuegos frente a la posverdad. Porque Oliver Laxe y su guion coescrito con Santiago Fillol no ofrecen certezas, no los busquen ahí. La suya es una obra sobre un territorio y sus fallas ancestrales, filmada con una comprensión de la naturaleza -formidable tratamiento de la luz de Mauro Herce- tan carente de oquedades hacia el preciosismo -acabamos de sufrir aquí al níveo Terrence Malick- nunca infectada como efecto especial sino integrada como elemento motor de esta historia. Y ese bosque cuyo corazón finalmente crepita no vive de la espectacularidad o de la fascinación por el fuego, que es el elefante en medio del salón y del que nadie habla.

Sobre ese tabú que está en la raíz de la tierra, el paisaje después de la batalla de O que arde son una anciana y un caballo viejo y ciego caminando sobre las cenizas de la inocencia en una película que, en su innegociable trato con la verdad, es capaz de explorar vetas de ternura casi inexpugnables en un territorio de hostilidad o encubrimiento de las emociones. Y por eso el filme que propone Oliver Laxe, a partir de su secuencia inicial en un contrapicado de árboles que se vienen abajo, como un dominó de fin de época, es un crepúsculo sin héroes ni titanes. La elegía inafectada por una Galicia que fue y ya no será.

MÁS DE CANNES