Almodóvar husmea la Palma de Oro en Cannes y Ken Loach se marca otra tosca calcomanía

José Luis Losa CANNES / E. LA VOZ

CULTURA

Almodóvar, con Antonio Banderas y Penélope Cruz
Almodóvar, con Antonio Banderas y Penélope Cruz Jerome Roux | Efe

«Dolor y gloria», recibida con fervor en el sexto asalto del director manchego al trono del certamen francés

25 may 2019 . Actualizado a las 20:22 h.

El sábado 25, un día antes de que España elija cabildos, se vota aquí en Cannes lo que suena casi a plebiscito. Esto es, si en su sexta candidatura a la Palma de Oro Almodóvar se hace por fin con su sitial en el Olimpo. O si las zapatillas rojas no encajan una vez más en su pie. Cualquier otro premio que no sea el oro tendrá que ser valorado como un fracaso, una cobra que Cannes le hace al director, con cuyo ego salido tanto flirtea y juega a calentar desde siempre. La acogida de la autobiográfica y aceptable Dolor y gloria en la sala Lumière fue fervorosa. Ovación y pleitesía que todavía alimentará más la ambición del César. Parecería que Fellini presentara su opera magna Ocho y medio. Habrá que esperar a ver en que queda tanta vanidad y sobrevaloración. Si de nuevo hay cobra, éste no vuelve a España.

Todo lo que desea Almodóvar lo tiene en su cuarto de baño Ken Loach y por duplicado. Dos de las peores palmas de oro nunca entregadas por este festival han sido, en el 2009 y el 2016, para el británico que nos castigó de nuevo ayer con otra de sus calcomanías que -por sobre su tosca cantinela anticapitalista- lo que son es anticlimáticas imposturas que explotan su oportunista crónica del apocalipsis neoliberal con brochazos del grosor de Pepe Gotera y Otilio. Lo que hace Loach es como pornografía estética y estilística del necesario cine social. Aquel Loach que supo articular eficaces y nobles escenarios de lucha frente al thatcherismo se fue creativamente al otro barrio con la Dama de Hierro. En Sorry We Missed You, él y su criminógeno guionista, Paul Laverty, quieren denunciar la tragedia de explotación de una nueva subclase laboral: los repartidores de Amazon y por ahí. Este pretendido aggiornamento no es tal sino todo lo opuesto: un viejísimo ritornello del celuloide momificado del que vive en bucle, un autor que no es quien ni de sermonear. Sus imágenes y su narrativa balbucean todas las torpezas en las que ha devenido Loach como una caricatura de si mismo. Sabes que la ley de Murphy en manos de este hombre es un catecismo despiadado con el espectador. Todo lo que puede ir mal, caerá sobre la pantalla como las siete plagas de Egipto. Loach es dramática y estilísticamente tan pétreo como un Moisés al que diesen por primera vez una cámara en lugar de unas Tablas de la Ley.

Loach presentó su filme en Cannes
Loach presentó su filme en Cannes IAN LANGSDON | Efe

Y el dispositivo de desgracias marca de la casa Loach, ramplón y éticamente feo, mil veces regurgitado, te deja tan indiferente que podrías llegar a creer que posees la sensibilidad social de una ostra. Y piensas que todo lo que le pueda suceder al agonista conductor de furgonetas al que fulmina el libreto le estará bien merecido por ser seguidor del Manchester United de Mourinho.

Resulta tan irregular como sugestiva la propuesta de la directora Mati Diop en Atlantique. Ambientada en un Dakkar donde sus protagonistas parecen marcados por la frontera del mar. Mar infinito, mar de papel áureo, mar de negrura abisal. Por ahí asistimos a como ese espacio que es el muro frente al sueño de arribar a España devora a los jóvenes del No Future nigeriano. Y es una operación de valentía como Mati Diop hace que el mar los devuelva transmutados en almas que se apropian de otros cuerpos. No hay subrayados innecesarios. Atlantique es lírica, inquietante, cuestionable en algunos de sus animistas giros de guion fantasmático. Como una Odisea contada desde Dakkar por un bardo del fantastique teñido de romanticismo y de moribundia.

Santo Elton John y los magníficos zombis de Bertrand Bonello

También se presentó Rocketman, a mayor gloria de Elton John. Pertenece a esa deleznable nueva franquicia, inaugurada por Bohemian Rhapsody, que empapela de rosa pastel a los nuevos superhéroes de la Marvel musical. Rocketman no llega a ser cine, en realidad. Debería ir su reseña en las páginas de religión -hagiografías, vida de santos- o en la crónica taurina. Quiere ser kitsch pero ni a eso llega. No seamos colaboracionistas de esta promo gigante que nos quiere colar Cannes. Que hablen de ella en Sálvame o en el Pronto.

El cine mayúsculo llegó de fuera desde la incontaminada Quincena de Realizadores. Allí, un titán del cine de nuestro tiempo como Bertrand Bonello ofrece en Zombi Child un prodigio en el cual entrevera el Haití misérrimo de la dictadura de los Duvalier y su cosmogonía del vudú y de los muertos vivientes con una escuela francesa para chicas de la élite, hijas de la Legión de Honor. La forma en la que Bonello articula el puente de plata entre estos espacios temporales antitéticos es un prodigio solo al alcance de los alquimistas de la creación narrativa y visual. Ese internado de adolescentes entronca con el filme anterior de Bonello, Nocturama, en el cual otros jóvenes bien diferentes orquestaban un ceremonial de terrorismo nihilista. Las protagonistas de Zombi Child -aparentemente en la opulencia social- vehiculan su ira soterrada a través de ese choque de la Razón de la Republique con la fascinación por el mundo vudú. Y la exuberancia con la que esa imaginería de las posesiones y de los esclavos no vivos de las plantaciones de caña irrumpen en los palacios de la vieja Europa y llenan sus moquetas, sus camas, sus bosques, de la llamada de la carne, de la pasión y la poética del cruce de sangres, de sexos, de esos oníricos paseos con un zombi por el amor y la muerte que contó otro cineasta visionario como Bonello, Jacques Tourneur, hace setenta años.