Lynch, retrato en pos del hombre

Héctor J. Porto REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

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Una autobiografía, escrita con la ayuda de Kristine McKenna, muestra el lado más humano del autor de «Terciopelo azul»

16 dic 2018 . Actualizado a las 09:35 h.

Se han vertido ríos de tinta sobre David Lynch, un cineasta singular, un artista multifacético. Su obra, aun siendo su mejor retrato, no ha dejado una pista clara sobre el autor. Su producción ha ido del clasicismo impecable del filme El hombre elefante al peculiar vanguardismo de Mulholland Drive, de la sencillez narrativa de Una historia verdadera a la extrañeza críptica de Carretera perdida, del ritmo pop frenético de Corazón salvaje al tenebroso submundo de Terciopelo azul -similar oscuridad aunque ciertamente más surrealista en el caso de la serie televisiva Twin Peaks-, del fallido intento de superproducción de ciencia ficción de Dune al sueño pesadillesco de Cabeza borradora, prodigio de proyecto independiente. Hoy su figura sigue resultando en buena medida inaprensible.

Él mismo reconoce los equívocos existentes, que nunca le inquietaron pero que, llegado a una edad -nació en Missoula, Montana, en 1946-, parece comenzar a detestar: «Hay muchas trolas sobre mí, tanto en los libros como en Internet», dice para justificar esta especie de autobiografía que publicó hace solo unos meses y que llega ahora al castellano de la mano del sello Reservoir Books: «Quiero recoger toda la información correcta en un mismo sitio, de manera que si alguien quiere saber algo, puede encontrarlo aquí», en Espacio para soñar, cuya autoría comparte con su amiga y colaboradora la periodista y crítica Kristine McKenna.

Estando por medio Lynch el resultado no podía ser otra cosa que heterodoxo, ya que combina el trabajo convencional del biógrafo, a cargo de McKenna, que entrevistó a más de cien personas entre familiares, allegados, exesposas, colaboradores, actores y productores, y Lynch, que alterna estos capítulos de investigación con sus reflexiones sobre ellos para revisar su contenido, matizarlo, y espolear, con estos recuerdos de otros, su propia memoria.

Ya decía en su libro sobre meditación trascendental Catching the Big Fish: Meditation, Consciousness, and Creativity (2006) aquello de que las ideas son como peces y que «si quieres pescar un gran pez dorado, tienes que adentrarte en aguas profundas». Es lo que ha hecho en su filmografía y lo que trata de hacer en Espacio para soñar, en donde persigue ofrecer una crónica de lo sucedido, no una interpretación de los hechos. Es más, dejando de algún modo al margen sus películas -sobre las que entiende que existe bibliografía de sobra-, él quería alcanzar una biografía definitiva. Sin embargo, según va avanzando, comprende que «la conciencia humana es demasiado vasta para confinarla entre las cubiertas de un libro». Ya sabe que su aspiración no es posible, admite, y que la cosa se quedará en «un mero esbozo».

Lynch, en cualquier caso, no renuncia a la ambición de su prospección, que inicia buceando en los orígenes de sus progenitores, en su infancia, en su formación sentimental, en la gestación de sus valores personales. Y uno descubre que sus padres eran muy generosos, que le daban libertad y que su niñez «fue realmente mágica» -en palabras de uno de sus amigos de Boise- y no esconde nada traumático o anómalo, como cabría imaginar. Sus primeras películas en un cine al aire libre, el jazz, la sexualidad, el primer abuelo que se muere, el final de la inocencia, los disturbios raciales, la Academia de Bellas Artes de Pensilvania…

Por supuesto, tratándose de Lynch, es imposible dejar a un lado el cine y la creación, aunque esa marginación fuese su propósito inaugural en una biografía que debía viajar en pos del hombre. Pero de entre sus primeros cuadros enseguida surge aquel «pequeño viento» que en 1967 lo hizo pensar en la imagen en movimiento, y esta idea volandera lo condujo a hacer cine.

Un devoto de Billy Wilder

El lector confirmará que Lynch no es cineasta que se proponga montar una empresa y, como consecuencia, gane dinero con ella -«a mí eso nunca me ha funcionado»- y descubrirá que muchas de las cosas que marcan su irrepetible imaginario llegaron de forma casual o como efecto de una decisión tomada sobre la marcha o arbitrariamente. Del mismo modo, hallará al hombre terrenal que tiene sus devociones, como la que siente por Billy Wilder -ama El crepúsculo de los dioses y El apartamento-, tanta como para conservar como un tesoro el recuerdo de un encuentro con el cineasta en que este le dijo: «Me encanta Terciopelo azul».

El libro, en fin, muestra a un David Lynch humano, muy lejos de la pose altiva del divo y del gurú intelectual y artístico, como cuando muestra su admiración por los que crearon la aplicación digital Photoshop o su pasión por la música y los músicos. A esa sensación ayuda la manera coloquial y plena de sencillez en que su narración va exponiendo recuerdos y anécdotas, pero también cuando el lector descubre que elige a los actores de la forma más natural, sin amagos de genio, algunas veces después de haberlos visto en una vulgar entrevista televisiva.

Uno de los mejores matices de su humanidad es su respeto por las personas, la importancia que les concede, y no solo por su trabajo profesional. Y ahí aflora con especial magia su amistad con el actor Harry Dean Stanton, de quien le fascinaba su autenticidad y su modestia, tanto como para que le estresase actuar con él en Lucky, última película de Stanton y que dirigió el intérprete John Carroll Lynch. Es más, considera un honor haber compartido escena con Harry Dean: «Era único -evoca David Lynch-, un yo tan puro, inigualable».