Eduardo Mendoza: «Puedo escribir una carta de pésame y acaba siendo un cuento corto»

Xesús Fraga
xesús fraga REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

MARCOS MÍGUEZ

El autor se vale de la ficción para narrar en «El rey recibe» algunos de los cambios de la España de los 70

14 nov 2018 . Actualizado a las 08:16 h.

«No he hecho más que escribir novela toda la vida». La ficción, la ficción novelesca, ha vertebrado la carrera literaria de Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943), quien, a la hora de concebir un libro que retratase los cambios sociales de las últimas décadas en España, descartó el género memorialístico y se decantó de nuevo por la novela. De El rey recibe (Seix Barral) y un largo currículo en el que destacan La verdad sobre el caso Savolta o La ciudad de los prodigios habló ayer en A Coruña, dentro del ciclo La creación literaria y sus autores.

-Descartó unas memorias...

-Estuve dándole vueltas y enseguida me di cuenta de que me iba a aburrir muchísimo. Pero sí quería dejar constancia de una época, más que de mí, por lo que decidí inventarme un personaje y a través de él hablar de mi tiempo.

-¿La ficción, entonces, es más divertida, más gratificante?

-Para mí sí. Yo no hecho otra cosa que escribir novela toda la vida y, cuando he intentado hacer otra cosa, ha acabado siendo una novela. Puedo escribir una carta de pésame y acaba siendo un cuento corto porque es mi manera de expresarme. Pero seguramente al ensayista le parecerá más divertido lo otro.

-Dice en la faja de la novela Juan Marsé que usted nunca desatiende la claridad, la vivacidad o el humor. Y también el sentido común literario. ¿En qué consiste esto último?

-[Ríe] Bueno, habría que preguntarle a Marsé qué quiso decir. Me imagino que, siendo él, quiere decir que procuro evitar todo lo que sean exhibiciones estilísticas. Si puedo decir una cosa con cinco palabras, no uso seis, cosa que a él le parece muy bien y también practica. Somos de la misma escuela.

-Su protagonista, Rufo Batalla, parece más bien un vehículo para contar las peripecias de otros.

-Sí, es verdad que parece un truco barato de novela histórica de este personaje [sonríe] que, casualmente, siempre está donde pasan las cosas. Pero es que en mi caso fue así. Hay cosas que las ve de lejos. Precisamente, el no estar es una manera de vivirlas. Es verdad que todo el mayo del 68, que tuvo una gran repercusión en toda Europa, en España se siguió como si pasara en la luna. Yo creo que fue tan importante como si hubiera pasado de verdad. A veces, el quedarse fuera es una manera de vivir los hechos.

-Sus recorridos vitales sí coinciden: Barcelona, Londres, de nuevo Barcelona, Nueva York.

-Sí, y no está la primera etapa de Londres, que quería hablar de ella luego. De la infancia, también, pero un poco de pasada, porque la infancia siempre la he encontrado muy aburrida.

-Batalla decide que se va de España cuando ve un Belén con sus pastorcillos. Le da una nueva dimensión a la epifanía.

-[Ríe] Sí, sí. Es una cosa que recuerdo perfectamente: esa España que estaba muy bien marcada por las tradiciones, pero que para una persona con inquietudes era avasalladora. Yo no sé si sufrí este mismo proceso con las figuritas del Belén, pero sí que cada vez que salía pensaba «Madre mía, ha transcurrido un año y no ha pasado nada y estamos igual».

-Y eso que había un tímido aperturismo. Aparece Fraga...

-Ese período yo creo que fue una operación cínica y hábil, pero que tuvo grandes repercusiones en la vida individual. Había como una cierta posibilidad, una válvula de escape, y eso creó en lugares como Barcelona un doble efecto. Creó lo que se llamó la gauche divine, que fue este movimiento, así un poco entre tontaina y progresista y francamente divertido, estas ganas de vivir, que yo creo que vinieron a raíz de esto. Y empezó en el núcleo de las editoriales, que en aquel momento en Barcelona estaban muy activas pero muy ahogadas. Pero con esto pudieron publicar otros libros, arriesgarse un poco, aquello se convirtió en un juego que tenía interés.

-Una época en la que los personajes de su libro también debaten sobre la democracia: uno dice que si no se hace nada malo, qué problema hay con una dictadura; y otra, que la mayoría siempre elige a los peores.

-Sí, al fin y al cabo, el libro habla de los años setenta pero está escrito hace dos años, con un tema que está siempre presente. En esa época, a las puertas de una posible apertura democrática, se decía, «cuidado, que la gente no está preparada». Y ahora estamos con ese mismo debate: si dejas votar a la gente puede pasar cualquier catástrofe, como se ha visto en tal y sitio y tal otro, los brexits... es un debate abierto.

Barcelona y Nueva York, declive y auge de dos ciudades

Asfixiado por la grisura del franquismo, Rufo Batalla se muda a Nueva York. Pero el retrato de lo que se encuentra no es nada halagüeño, sino el de la ciudad peligrosa que conoció Mendoza en la década de los setenta.

-Una cosa que me interesa mucho y que viví y que me afectó en mi manera de pensar es ver cómo las cosas se transforman inesperadamente, como un sitio que parece que es el último peldaño antes de entrar en el infierno, de repente se convierte, sin que nada cambie aparentemente, en el lujo, el escaparate de todas las modas. Lo mismo ocurrió con Barcelona, que era una ciudad arrinconada, sin interés, por donde la gente pasaba de largo camino de las playas del sur, y de repente se convierte en un sitio que ya no se puede entrar porque hay tanto turista que no deja sitio.

-También hay quien viaja pero de poco le sirve. En su novela hay un funcionario español instalado en Nueva York que lleva el franquismo incorporado.

-De estos yo conocí muchos, en Nueva York y en otros sitios, porque durante muchos años trabajé para organismos internacionales, siempre en contacto con españoles y los consulados. Hay mucha gente, es muy curioso, que viaja, pero que lleva consigo, como los caracoles, su casa, y allí donde va la instala y no se entera de nada ni aprende. El personaje lo he caricaturizado un poco, pero es el resumen de muchos personajes. Que a lo mejor está muy bien: yo me lo pregunto a veces, si no es mejor ir tratando de adaptarse como un camaleón.

-Integración o asimilación.

-Sí, claro. El que va con medios puede hacer lo que le dé la gana. El problema es cuando tratar de mantener la identidad supone perder todas las identidades o al revés, querer aprovecharse significa echarlo por la borda. A mí no me preocupa, pero hay mucha gente a la que le resulta vital. He tenido contacto con exiliados españoles, que entonces no eran muy mayores, por ejemplo en México, y no querían saber nada con el país de acogida. Ellos se reunían entre ellos, tenían su casino, hablaban de sus cosas, y no querían tener ningún contacto. A mí me parecía que había un poco de ingratitud, que se podía perdonar por las circunstancias.