Rufo Batalla, la vida de Eduardo Mendoza en el espejo de la ficción

H. J. Porto REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

LLUIS GENE | afp

«Estaba cansado de escribir novelas convencionales», dice el autor al presentar «El rey recibe», que inaugura una trilogía

05 sep 2018 . Actualizado a las 08:15 h.

Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) dice que «estaba cansado de escribir novelas convencionales». Hasta pensó que a su edad quizá debería hacer unas memorias o elaborar unos recuerdos. «Inmediatamente lo descarté, solo pensarlo me aburría», confiesa. Su medio de comunicación natural es la ficción, y barruntó que, en forma de ficción, podría contar lo que había sido un poco su recorrido vital, pero sin incluirse en el relato. Un personaje, circunstancias, anécdotas inventadas, pero la imaginación actuaría a través de su periplo personal. Así surgió Rufo Batalla, plumilla de periódico y protagonista de El rey recibe (Seix Barral), la primera novela de Mendoza después de recibir el premio Cervantes, que llegó ayer a las librerías y que inaugura además una trilogía, «algo que además está de moda», bromea, aunque tampoco descarta que el proyecto abarque cuatro volúmenes.

Decidió que sería algo largo y fraccionado, y que no empezaría por el principio. «En todas las biografías de personas que he leído, la infancia es sumamente aburrida -deplora-: un bebé no tiene ninguna gracia, salvo los propios; los demás son odiosos».

«Rufo Batalla es un personaje más o menos parecido a mí, pero que no soy yo, radicalmente no soy yo; yo habría actuado de manera distinta en la mayoría de las circunstancias», trata de explicarse el autor de La ciudad de los prodigios. Sí comparte con él una curiosidad mayor por el entorno, más por los movimientos sociales y culturales que por las personas. «No quiero decir que sea un desalmado como quizá lo soy yo, pero sí que, más que la persona con la que se encuentra y tiene una relación emocional o de amistad o de trabajo, lo que importa es lo que esta persona representa en relación con el momento», incide. Y es que el viaje del relato es un tanto generacional, que, sin fijar fechas ni cronologías, parte desde los años 60 del siglo pasado en adelante, y pretende que alcance al menos el 2000; de hecho, ya está inmerso en la redacción de la segunda entrega. Rufo es un poco fruto de su tiempo -«el de nuestra generación, nuestra educación y muestra formación»-.

Mendoza recuerda que creció en un mundo muy particular, muy raro, muy condicionado por una sociedad opresiva, por la Iglesia, incluso por una necesidad de entender la política de una manera muy activa: «Había que hacer algo, pero al mismo tiempo sin saber muy bien cuál era nuestro papel. Sabíamos que estábamos haciendo una función que se había terminado hacía ya tiempo, pero sin espectadores la seguíamos representando. Este es un poco el personaje y la impresión que yo tengo de lo que yo fui», concede.

La ley Fraga

Mendoza quiere retratar una época de cambios y para ello hace pivotar la novela en torno a dos ciudades: Barcelona y Nueva York, en los años sesenta y setenta. En realidad, reseña, la fecha que pone es «el principio de la liberalización dentro del franquismo, lo que se llamó la ley Fraga, la aparición de Fraga en la escena política española, que produjo una cierta liberalización. Coincidió con un cambio general en todo el mundo de los tiempos y eclosionó en mayo del 68, pero ya empezaba a notarse en los 60, el cambio de costumbres, una nueva generación, nueva moda, música... «Lo que te ha sucedido a lo largo de una vida un poquito prolongada (estoy jugando con la ventaja, si es que tiene alguna, de que soy bastante mayor) es que he vivido etapas que ya son casi historia. Y todo eso se hizo sin mi intervención directa [ríe] o con una intervención como la de cualquier ciudadano: todos hicimos la historia, todos intervinimos en esos cambios, incluso los que estaban en contra hicieron que estos cambios fueran posibles. Pero yo estaba allí dejándome llevar por la marea, como hacía todo el mundo», subraya con esa modestia jocosa que lo define.

«Recuerdo haber asistido a grandes manifestaciones, pero no era el protagonista, no la había convocado, no la encabezaba, no era el que daba a la policía la orden de cargar. Estaba allí, como tantos miles de personas, éramos testigos y protagonistas pero de una manera muy ínfima. Si no hubiéramos estado allí no habría habido manifestación ni hubiera pasado nada», refrenda.

Barcelona y Nueva York, revolución de dos velocidades

La novela se mueve tras los avatares de Rufo Batalla, que en un momento dado decide abandonar Barcelona rumbo a Nueva York, ciudades sobre las que se apoya el libro: los cambios que focalizan deben ser los que marcan el rumbo de la sociedad. Barcelona era entonces, señala Mendoza, un fenómeno muy curioso, dentro de la España de aquel tiempo, una urbe un poco abandonada. Había habido agitación política y obrera muy importante, pero ya no era el principal foco de preocupación. Y unos movimientos intelectuales y estudiantiles no daban como para que el régimen les hiciese demasiado caso. «Era una ciudad de una gran libertad, se sentía cosmopolita, ajena a lo que pasaba en España. Estaba muy pendiente de Francia. Se iba a Perpiñán a ver películas, a comprar libros; había un contacto con Europa. Y Barcelona era una ciudad casi estación espacial, allí se vivía de una manera distinta», evoca.

Batalla, como Mendoza, decide irse, aunque su destino será Nueva York, no Londres. Es una decisión que lo convierte en protagonista de su propia vida, no ya un mero testigo. Nueva York lo coloca en una posición que le permite palpar unos determinados acontecimientos muy importantes. Es a inicios de los setenta: «Nueva York ha tocado fondo, es una ciudad fea, sucia, peligrosa, en ruinas; desde el punto de vista de europeo no es un lugar al que ir, si acaso porque es un referente cinematográfico y hay unos rascacielos». Pero ya se está gestando algo que va a convertirla en muy poco tiempo en el centro mundial de la vanguardia, la cultura, la información, la moda, que hasta entonces ejercían París, Londres, Milán... «Cualquier persona con un mínimo de cultura ya sabía que no era una ciudad salvaje, había un movimiento artístico muy fuerte, pero que no había dado todavía el paso, lo dará con Warhol», afirma Mendoza, que alude además a los movimientos feminista, afroamericano y gay, y que gracias a la televisión acabarán por concernir a todo el mundo, a todos los hogares, no solamente a sus activistas.