Guadagnino divide Venecia con su macabro «remake» de «Suspiria»

JOSÉ LUIS LOSA VENECIA / E. LA VOZ

CULTURA

TONY GENTILE | Reuters

Mike Leigh muestra en «Peterloo» cómo la democracia en Inglaterra no llegó sin sangre

02 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Ya suponíamos que el paso por esta Mostra del esperado remake de Suspiria, el filme de terror de culto de Dario Argento revisitado por Luca Guadagnino, iba a provocar bastante lío. Ya sucedió así hace tres años, cuando Guadagnino presentó también en el Lido su versión libre de La piscina, de Jacques Deray, cuyos cimientos ponía patas arriba en la formidable A Bigger Splash, muy abucheada por el personal más carca, que no se enteró de la libérrima cima de transgresión desbocada que se le servía. 

Suspiria suscitó ayer cierta bronca y algunos entusiasmos. No creo que los que han abominado de este filme provocador de brujas, súcubos y mucha sangre instigada desde el inconsciente entendiesen tampoco en su día nada de la película original de Argento. Abunda en el Lido ese espécimen de crítica adoradora del cine níveo y preciosista que nunca entrará en una propuesta como la de este circo endemoniado donde caben cuerpos descoyuntados, triples saltos mortales y orgías que beben en la maldad poética de Thomas de Quincey.

A mí Suspiria me fascina como sobresaliente coreografía del horror estilizado. Y como feminista lucha por un matriarcado de sabbat donde Tilda Swinton defiende su trono frente a Dakota Fanning, un tour de force generacional con reparto que incluye a divas de pasado glorioso como Ingrid Caven, Angela Winkler, Renée Soutendij o Jessica Harper, fantasma del paraíso recuperado del filme matriz de Argento. 

Guadagnino traslada la acción a la Alemania del Berlín del Muro y el momento cumbre de otro Sabbat, el de la banda Baader-Meinhoff, en los días del secuestro de un avión en Mogadiscio y de la aparición de los jefes del grupo terrorista -cuya libertad exigían los raptores del avión- ahorcados en sus celdas de Stammheim. 

Exorcismos y profecías

El único personaje masculino del cónclave, un psiquiatra, establece el código de comprensión de este cluedo de mil demonias. Cualquier secta se basa en la idea de delirio psicótico. Y esto vale para Hitler, para la banda que tomó las armas en la Alemania de plomo de los años 70 o para la jerarquía del terror de las brujas de la academia de ballet de Suspiria. No en vano, tanto la Baader-Meinhoff como la alargada sombra de los lager nazis irrumpen en el ceremonial de exorcismos y en las profecías sobre la necesidad de que una bruja sea como una madre, idea que nos lleva a la familia de Charles Manson. Suspiria consagra a Guadagnino como un Busby Berkeley de una escuela no de sirenas sino de súcubos femeninos. Como un asaltante de formas novísimas a universos intemporales no alejados de Lovecraft y los niveles de la realidad y la otra zona -o el otro piso- donde conviven la belleza de las bailarinas -las bailarinas muertas, las bailarinas de Auschwitz-, pero nunca las de pas de deux, porque Guadagnino no quiere hombres en su coreografía sino más bien latigazos, fouetés en tournant de mujer como los que remueve su película bellísima, atronadora y convulsa.

Hace muchos años que Mike Leigh dejó de ser aquel crudo y necesario azote de la Inglaterra despiadada crecida en las dos últimas décadas del siglo pasado. Leigh se ha hecho mayor y filma amables películas de amores invernales. O puntillistas e impecables reconstrucciones de Turner o de los musicales de Gilbert & Sullivan. En Peterloo cabía esperar un resurgimiento ideológico, sobre los hechos históricos de la masacre de 1819, cuando clases operarias de Manchester cayeron balo los sables reales por defender la democracia representativa. El mensaje central de su filme desnuda una mentira mil veces repetida: la de que las libertades llegaron a Gran Bretaña con la Revolución Gloriosa un siglo antes de la guillotina francesa y sin derramamiento de sangre. Pero Peterloo es tan perfecta en su reconstrucción, en su casting y en sus escenarios como morosa y pelma en su voluntaria frialdad, en su deseo no de emocionar sino de repetirse y de gustarse a sí misma. Y así, caen finalmente las espadas sobre los humildes pero nos pilla ya en el segundo sueño.