Los veranos de mi juventud

Francisco Blanco Rodríguez

CULTURA

18 ago 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Recién llegado a la casa paterna, una vez finalizados los cursos de bachillerato, los veranos resultaban durísimos y penosos. Inopinadamente entrabas de lleno en la actividad del campo: la siega de la hierba, la del centeno, su acarreo, majarlo. Sulfatar las viñas, atender las huertas, la arranca de las patatas… Las suaves manos al contacto con el mango de la azada, la guadaña y de la hoz se llenaban de abultadas ampollas, produciéndote un enorme escozor hasta que con el paso de los días se iban encalleciendo. Como el sol apretaba justicieramente te ponías un sombrero de paja para no pillar una insolación.

La jornada se iniciaba cuando todavía por el cielo se percibían las últimas estrellas. Al encontrarse el astro rey en su cénit se hacía un alto para guarecerse de su fuego. Era la hora de la comida, que no la dabas tragado por el cansancio y por el hiriente calor. Echabas la siesta para reponerte de las palizas camperas y del sueño que se iba acumulando, y a pesar de ello no podías pegar ojo por el ambiente sofocante, de auténtica sauna.

Al atardecer, cuando se iba aplacando la ira solar, salías para continuar la tarea, que a veces se prolongaba hasta que el negro manto de la noche se cernía sobre el horizonte. Regresabas totalmente derrengado y acudías a la fuente para gozar del agua refrescante que bebías hasta perder el aliento, lentamente, con la agradable brisa se iba apagando el tremendo volcán.

Cenabas con más apetito, pero con apresuramiento si te tocaba regar por la noche, función sagrada para calmar la sed de las hortalizas. Para iluminar el terreno te proveías de un farol que proyectaba una luz mortecina, que te servía escasamente para no estrujar los pimientos o espachurrar los tomates.

En las noches de luna llena contabas millares de puntitos luminosos en el arco celestial, distinguiéndose con claridad la Osa Mayor y la estrella polar. Oías el croar de las ranas, el graznido de las lechuzas, el inconfundible cri-cri de los grillos y el vuelo de algún murciélago.

Te sentías inmerso en la naturaleza aunque apenas te dabas cuenta porque los ojos se achicaban y te sobrevenía un indescriptible sopor de abandonarte en los brazos de Morfeo y, cuando de verdad lo conseguías, al poco te sobresaltaban para recordarte que te esperaba una nueva jornada. Parecía increíble aguantar aquel infierno.

Hoy parecen lejanos todos aquellos acontecimientos, que siguen muy vivos en mis recuerdos, porque nunca renunciaré a mi pasado.

Francisco Blanco Rodríguez. 76 años. A Coruña. Jubilado.