Ni rastro de épica ni de ese orgullo Star Wars en la película «Han Solo»

José Luis Losa CANNES / E. LA VOZ

CULTURA

FRANCK ROBICHON | Efe

«Under the Silver Lake» y su suspense autoral se pierden en Cannes en el cruce entre Brian de Palma y Pynchon

17 may 2018 . Actualizado a las 08:57 h.

Las muy puñeteras franquicias y spin-offs del universo Star Wars noquean a más gente que las benzodiacepinas. Y la promiscuidad de sus avariciosas producciones en serie amenaza con ahogar para el futuro la genealogía natural de George Lucas que tanta fangoria provocó y tanto hizo por matar al Nuevo Hollywood, esto es, al cine norteamericano adulto que a duras penas sobrevivió a la década de los 70. En realidad, Darth Vader no mató solo a Obi-Wan Kenobi, sino a Coppola, Schrader, Bogdanovich, Cimino, Ashby, aquel dream team USA que, por momentos, fue real amenaza al sistema. La histeria con la que la industria quiere exprimir ahora la saga de las galaxias puede provocar que tengamos hasta una ramificación aparte dedicada al chamán que se parecía tanto a Jordi Pujol cuando hombre de estado: Yoda o algo así.

En Cannes arrancó el spin-off de Han Solo. Y la alfombra roja que ha visto pisar tanto talento -también cuánto necio- se llenó de la pelambrera del inevitable Chewbacca. Para eso hemos quedado. Asistimos a esta singladura tan triste. Un desvaído sucedáneo, una franquicia basta. Una marca blanca que te cuelan de matute. Ni rastro de épica ni de ese orgullo Star Wars que ni los más fervorosos hooligans defenderán. Para encarnar al Han Solo primerizo han elegido a un actorcito, Alden Ehrenreich, con menos carisma que Bertín Osborne en la cocina de su casa. Imposible imaginar que ese personaje aplatanado va a madurar como Harrison Ford. Y esa desconexión sirve como emblema de la trapacería desganada del negocio. Sufro a Han Solo desde una distancia mayor que si se tratase de las mocedades del Cid. Casi deseo que aparezca el Pujol de Lucas retorciendo el orden de las frases.

Conspiración onírica

El norteamericano David Robert Mitchell es la gran esperanza del cine que explora las raíces del miedo desde que nos apabulló con su sensacional It Follows. Esperaba con deseo voraz su nueva obra, Under the Silver Lake. Su arranque es abrumador: un Hollywood de transparencias magnéticas y un antihéroe cinéfilo y voyeur que nos envuelve en una atmósfera Hitchcock/De Palma sublimada. Ventanas indiscretas, dobles cuerpos, vecinas espiadas cuya desnudez ritualiza e imanta, música envolvente a lo Bernard Herrmann. Creo que estoy asistiendo a la película del festival. Pero David Robert Mitchell, que se sabe poseedor de una fuerza innata visual como pocos, se envenena de ambición. Y quiere construir una trama de conspiración onírica, en la línea de las lisérgicas y descabaladas locuras de esa tradición narrativa americana de los 70, la de DeLillo o el Pynchon que tan bien adaptó Paul Thomas Anderson en Puro vicio. Y en ese laberinto se va enredando la película, va perdiendo pie. Pese a todo, hay que aplaudir el ejercicio de riesgo de Mitchell con su Ulises atrapado por las sirenas y, finalmente, apaleado y devuelto a su realidad pedestre de la silla de pobrecito mirón, donde contempla viejas y hermosas películas de Borzage con Janet Gaynor.