Dreyer, el cineasta de la luz y la poesía

H. J. P. REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

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Este martes se cumplen 50 años de la muerte del director y guionista danés

20 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

 Pese a ser un cine poco popular, no se puede entender la cinematografía moderna sin Carl Theodor Dreyer (Copenhague, 1889), de cuya muerte en 1968 se cumplen hoy 50 años. El desapego de su infancia como niño huérfano adoptado y la profesión periodística fraguan una forma única de ver el mundo, lejos de la falsedad, el disimulo, la zalamería y el manierismo, como él mismo explicaba cuando hablaba de su trascendental aprendizaje en la redacción. La naturalidad y el rechazo de todo sentimentalismo están así en la raíz de la fuerza de sus imágenes, de sus películas, donde el poder de la poesía y la luz alcanza cotas nunca antes vistas en el séptimo arte -y muy pocas veces después-. Esta virtud se acrecienta en su tratamiento de las escenografías y los encuadres, cuya composición, desde su vocación de artesano minucioso y perfeccionista, remite frecuentemente a la tradición pictórica, especialmente en lo que atañe a los maestros flamencos.

Aunque dejó una producción magra (14 largometrajes), cada título ronda la categoría de obra maestra -La pasión de Juana de Arco (1927), Vampyr (1930), Dies irae (1943), Gertrud (1964), en particular-, hasta el punto de que Ordet [La palabra, 1955] aparece siempre entre los primeros puestos de las listas de los mejores filmes de la historia -cuando no las encabeza.

El ritmo (que no abusa del montaje) y la luz son fundamentales en la narrativa de Dreyer, pero no lo es menos la profundidad con que sus filmes abordan los grandes problemas del hombre: la intolerancia religiosa, la muerte, los avatares del alma humana, el mal, la moralidad, el amor...

Su huella es evidente en Bergman, Tarkovski, Kieslowski, Bresson, Erice, Rossellini, Von Trier...