Didier Decoin: «Soy adicto a los libros, pienso que cuando leo no me puedo morir»

CULTURA

Benito Ordoñez

El autor sitúa su última novela en el Japón del año 1100, en la era Heian, la de máximo esplendor de la cultura nipona

12 feb 2018 . Actualizado a las 08:56 h.

Autor de una veintena de novelas y una decena de ensayos, periodista, guionista de cine y televisión, ganador del prestigioso Premio Goncourt en 1977, secretario general de la Academia Goncourt, Didier Decoin (Boulogne-Billancourt, 1945) publica La Oficina de Estanques y Jardines (Alfaguara), situada en el Japón de 1100, en el período Heian, y que le ha ocupado 12 años de trabajo. «Un festival de sabores, un imperio de sensualidad, un caudal de poesía y una epopeya emocionante», según la han definido.

-¿De dónde viene su pasión por Japón?

-Japón me interesa desde que era muy joven, porque yo tenía un tío que había sido piloto de las fuerzas aéreas norteamericanas y me hablaba de la guerra del Pacífico contra los japoneses. Yo entendía muy bien a mi tío, los ideales por los que estaba dispuesto a morir, pero no a los japoneses, porque sabía, por un lado, que eran gente muy refinada, que amaban la poesía o los concursos de flores, pero en esa guerra manifestaban una crueldad, una violencia, una barbarie tal que no encajaba. Así que quise entenderlo.

-¿Qué le llevó a situar la novela en el Japón del año 1100?

-El período Heian es un momento excepcional de la historia, no solo de Japón, sino de la humanidad, en el que el refinamiento llegó a un nivel que nunca se volvió a alcanzar, con una tolerancia inmensa: por ejemplo, la pena de muerte había sido abolida y la máxima que se aplicaba era el exilio. Fue un paréntesis de encantamiento tan extraordinario que tenía ganas de profundizar. Me habría encantado vivir en esa época. Claro está que esto se refiere a la vida imperial, a medio millón de personas, porque para el resto había miseria y hambruna. Pero esa burbuja de belleza, pureza y felicidad es inaudita y duró más de tres siglos. Leí un párrafo de ocho líneas en una revista que hablaba de un concurso de perfumes en esa época, y, como soy muy sensible a los olores, me interesé y logré encontrar un libro que trataba de esos concursos promovidos por el emperador. Me documenté a través de libros de historiadores y de memorias, pero una fuente muy importante fueron las estampas de la época, que proporcionan una información formidable.

-¿Cómo definiría a Miyuki, la protagonista de su novela?

-Es un amor. Es extraño porque no sabe hacer nada, no sabe leer ni escribir ni cocinar ni coser ni ordenar su casa, salvo una cosa, quizá la más importante del mundo: sabe amar. He querido decir que quizá no es necesario más que el amor para ser feliz. En mis libros ninguno de mis personajes principales está descrito, porque eso permite que el lector los haga suyos. Busqué entre las jóvenes actrices japonesas la que, en mi opinión, encarnaba mejor la Miyuki ideal tal como yo la soñaba. Elegí una y puse su fotografía a gran tamaño en mi oficina y escribía delante de ella. Pero no quise imponer esa imagen a los lectores.

-¿Qué son para usted los libros, la literatura?

-Para mí, los libros son una armadura contra todo lo que detesto en el mundo, es el mayor consuelo, la mayor protección contra mis miedos, me da la sensación de que cuando leo no me puede pasar nada. Me atrevería a decir que pienso que mientras leo no me puedo morir; me puedo morir comiendo, durmiendo, en el cine, pero con un libro abierto no. En una ocasión me refugié de una tormenta de nieve en un pequeño hotel de Brujas. Era de noche y de repente me entró angustia porque no tenía nada que leer. Pregunté a la dueña si tenían algún libro, me dijo que había una biblioteca, pero, catástrofe, todos los libros estaban en flamenco. Vi cómo me caían las gotas de sudor, pensé que me moría. Le dije que necesitaba un libro en francés y me dijo que en la catedral había uno de cánticos. Me pasé la noche leyendo cánticos que me sabía de memoria. Si me privan de los libros, me muero. Soy un adicto a los libros, consumo, como poco, uno al día. La literatura no está muerta, ni siquiera enferma o malherida, aún ofrece respuesta a todo. 

«La novela moderna nació en Japón, con ‘Historia de Genji’»

Decoin asegura que para ser escritor se necesita tener otro oficio. En su caso, guionista de cine y televisión, de películas dirigidas por grandes nombres del cine como Marcel Carné, Henri Verneuil, Peter Kassovitz o Robert Enrico, o de series como El conde de Montecristo o Los miserables. «Cuando empecé a escribir este libro no se lo conté a nadie porque pensaba que me iban a tomar por loco; era la historia de una chica que no sabía hacer nada, en una época remota de Japón que no conoce nadie, pero la escribí porque tengo otro oficio que me permite vivir a mí y a mi familia, así que soy libre de escribir lo que quiero, sin plantearme si gustará o no, aunque este libro ha sido un best seller», aduce el autor de La camarera del Titanic e hijo del cineasta Henri Decoin.

-Usted mantiene que la novela moderna nace con la «Historia de Genji», de Murasaki Shikibu, escrita a principios del siglo XI.

-Totalmente. Genji es el primer héroe que no es un guerrero, es un príncipe parecido a Casanova, sensual, pícaro, lo que le interesa son las mujeres. Se dice a menudo que la novela nació con Homero con la Odisea y la Ilíada, pero no fue así. Nació con Historia de Genji, en la que la única guerra que hay es de faldas, la amorosa. A Murasaki Shikibu lo que más le interesaba era la psicología de Genji y de las mujeres. Lo que ahora está en el centro de la novela moderna. En Stendhal, por ejemplo, encontramos la misma percepción psicológica.

-¿Cómo fue su conversión al cristianismo hace más de 40 años?

-Estaba lavándome los dientes, eran las diez de la noche. De repente, tuve la certeza de que había encontrado la prueba definitiva de la no existencia de Dios y me dije ‘tengo que anotarlo inmediatamente en mi libreta’. Pero cuando iba a hacerlo me caí de rodillas como si me hubiera dado un rayo y la revelación fue la inversa, la certeza de que Dios existe, y que conservo hasta ahora. No era un Dios antropomórfico, con rostro, sino una formidable potencia de amor. Pasé la noche llorando de alegría. Me pregunté si ese Dios era el de los judíos, el de los cristianos o el de los musulmanes. Probé las tres religiones y la que más me convenció fue el cristianismo, en el que descubrí ese momento excepcional de relación personal que es la misa y la eucaristía, introducir el cuerpo de Dios en mi propio organismo. Me dije: «Esto es prodigioso, cómo ese Dios creador de millares de mundos, de la mayor belleza, puede hacerse tan pequeño para entrar en mi boca». Me conmocionó este descubrimiento. En la eucaristía encontré lo que sentí cuando me fulminó ese rayo.