Con «Lady Bird», Greta Gerwig se mira el ombligo y apunta al Óscar

josé luis losa RÓTERDAM / E. LA VOZ

CULTURA

anton corbal

Oliver Laxe, también frente al espejo en «Santos #2», el viaje de Marruecos a sus raíces en Os Ancares

03 feb 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Este 47.º festival de Róterdam ofreció este viernes, ya en su recta final, dos autorretratos de naturaleza bien diversa: el bien conocido y publicitado de la norteamericana Greta Gerwig, que viene cosechando premios con Lady Bird desde su paso triunfal en septiembre por la lonja de Toronto, y el intimista work in progress de Santos #2, en el cual Oliver Laxe muestra, sin otros altavoces que los de la búsqueda de la esencia, su salto desde su residencia en Marruecos a la casa familiar de Os Ancares.

En Lady Bird, que Róterdam preestrena apenas un mes antes de su lanzamiento comercial europeo, en confluencia con la ceremonia de los Óscar, Greta Gerwig dirige, escribe y pone la carne autobiográfica de su paso de la adolescencia a la edad adulta. Se ha convertido en la mujer orquesta, en la golden girl de la situación que, no en vano, ha apeado de las candidaturas a mejor director nada menos que a Ridley Scott y -lo más categórico- a Steven Spielberg, esto es, el colmo del patriarcado. Si Gerwig obtuviese -algo más bien improbable- los dos Óscar a los que opta, dirección y guion, sería la primera ocasión en que una mujer logra el doblete. Por eso, en Lady Bird, la actriz Saoirse Ronan no es otra cosa que la solvente médium para marcar una protocolaria distancia formal con el ombligo de Gerwig. Y porque, además, esta tendría difícil encarnar con treinta y tantos años a una joven de 17. Pero es Greta Gerwig quien late, bien a las claras, en el personaje protagonista de esa rebelde y bocona outsider que nota el ahogo en la católica y mentecata estrechez de Sacramento. Y que parece hermana menor de otra indómita, Frances Ha, el personaje de culto del cine indie que ella misma interpretó hace tres años para Noah Baumbach.

Hay que decir que Lady Bird es obra de trazo nada novedoso en su acercamiento al ritual posadolescente del descubrimiento de las intolerancias, del sexo, de la reconstrucción de los lazos con los padres, del vuelo del patito guapo o feo rumbo hacia la libertad. Pero hay en su aparente simpleza sapiencia y elegancia de guionista fina: de los cinco Óscar a los que opta el filme, es este, el de la escritura, el más factible para Greta Gerwig, el que se disputa con Tres anuncios en las afueras. Y la empuja, además, un viento de cola de femenino «empoderamiento» que amplifica un tanto los méritos de estos 400 golpecitos.

Creación a pie de obra

En Santos #2, Oliver Laxe, a través de la cámara de Antón Corbal, brinda otro autobiográfico viraje personal: su traslado de Marruecos -finalizada la gira de festivales con Mimosas, con la cual la película arranca- a la casa familiar de Vilela, en Os Ancares. Anunciado como work in progress, el filme responde fielmente, tal y como se presenta aquí, a la naturaleza de creación y descubrimiento a pie de obra. Es, como sucedía en Todos vós sodes capitáns, el Oliver Laxe cineasta, dentro y fuera de campo, aquí desprovisto de cualquier dramaturgia, observado en esta telúrica y desnuda comunión. Una toma de tierra mientras prepara su rodaje sobre todos los fuegos, el fuego. Y lo hace a través del trabajo de reconstrucción pausada de las ruinas de esa vivienda emboscada como puente para otro proceso, que tiene mucho de depuración en la búsqueda nada impostada de las raíces, de las fuentes primarias de una existencia en la que Laxe interactúa con el anclaje paisajístico y humano, en un muy bello acto de metacinematográfica sencillez, en el extremo opuesto al oscarizable ombligo de su colega Greta Gerwig.