«El autor», inquietante cruce de atmósfera Polanski y España cañí

José Luis Losa SAN SEBASTIÁN /E. LA VOZ

CULTURA

El actor Javier Gutiérrez, ayer en San Sebastián
El actor Javier Gutiérrez, ayer en San Sebastián Javier Etxezarreta | EFE

Martín Cuenca  filma un nuevo capítulo del gran «leit-motiv» de su cine, el del hombre enfrentado a su soledad

24 sep 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Arranca El autor -la nueva película de Martín Cuenca, un director cuyo cine me suele tocar la fibra- con unos créditos presididos por una idea bizarra: una canción de José Luis Perales en estado puro. Después voy recuperándome de la impresión. Responde lo del momento Perales a un arriesgado equilibrio sobre el cual se sustenta el filme: el de generar una atmósfera de insania dentro de un edificio y de sus vecinos (esto es, puro territorio Polanski) y centrifugarla con elementos de una España cañí que incluyen a una portera que se pone el sexo posclimaterio y los michelines por montera, a un militar retirado y ultra que guarda la pasta en su caja fuerte, detrás de los trofeos de caza; y a una escritora de superventas que interpreta una María León inverosímil. A quién sí nos creemos -y esto es básico porque sobre él pivota toda la acción- es a un excelente Javier Gutiérrez. Él, como su mujer, sueña con ser escritor y para ello está dispuesto a vender su alma, a manipular desde la penumbra y con su móvil las vidas de sus nuevos vecinos: es Gutiérrez un quimérico inquilino al que vemos perder la cordura cuando pone los testículos encima de la mesa mientras escribe, «como hacía Hemingway», cuando se acuesta con la inapetecible portera, guardiana de los secretos, para comenzar a mutar en alien o deus ex machina que tira de los hilos de las existencias de un matrimonio de inmigrantes mexicanos a los que atornilla: todo por ser capaz de escribir «literatura de verdad».

Me maravilla la coherencia de Martín Cuenca, que filma un nuevo capítulo del gran leit-motiv de su cine, el del hombre enfrentado a su soledad, aprehendido por un sueño de la razón que le lleva a la monstruosidad. En La flaqueza del bolchevique, el oscuro objeto del deseo era una lolita tremebunda, en Caníbal se trataba del placer de la carne ajena comulgada y en El autor estamos ante un tipo que mataría por escribir una novela de una pieza, que extrae, a dentelladas amorales, de esos seres a los que escucha y observa como depredador. Esa maldad insondable que se apodera de quien era un probo funcionario de notaría lleva mucha metralla inquietante dentro. Y ni Perales ni el humor españolazo entreverado y a veces intrusivo me impiden que este nuevo excurso de Martin Cuenca por los palacios de la alucinación pavorosa con el hombre que no es bueno que esté solo me generen el desasosiego que provoca el gran cine fraguado en inspiraciones de Vulcano.