Murakami desvela en un libro su gran pasión por la música clásica

césar wonenburger

CULTURA

En «Absolutely on Music», el escritor dialoga con el director Seiji Ozawa

01 jul 2017 . Actualizado a las 09:30 h.

De Haruki Murakami era muy conocida hasta ahora su pasión por el jazz, que le llevó incluso a regentar su propio club, pero no tanto así su amor hacia la música clásica, una devoción personal, más que una afición, como queda bien establecido en Absolutely on Music, la versión en inglés publicada a finales del año pasado de un libro singular que había visto la luz antes en Japón, pero que casi ha pasado desapercibido para sus fieles lectores en lengua hispana, quizá porque la traducción al español aún no se ha producido, si bien la versión americana se puede conseguir en algunas librerías.

Habría que pensar en la especial relación de amistad tejida tras años de colaboraciones y mutuo reconocimiento entre el escritor palestino Edward Said y el director de orquesta Daniel Barenboim para establecer una conexión con este otro ejercicio parecido, pero ahora entre dos ilustres japoneses. En cualquier caso, nada que ver con el libro en el que Murakami y el también célebre director, Seiji Ozawa, mantienen una larga conversación (en realidad son un montón de ellas pero hilvanadas a lo largo de más de trescientas páginas como un diálogo) entorno a la música clásica, y lo que el autor de Tokio Blues define como su poder para hacer feliz a la gente.

Aprovechando los períodos de descanso forzoso que Ozawa, otrora titular de la Sinfónica de Boston, mantuvo entre el 2010 y el 2011 como consecuencia de una complicada cirugía, Murakami y el músico se citaron en varias ocasiones para realizar la entrevista. La idea era más o menos así: quedaban casi siempre en alguna de las casas del escritor y, después de desenfundar alguno de los miles de elepés y cedés que este atesora desde muy joven como oro en paño, lo escuchaban. Luego, o entre medias, exponían sus comentarios y opiniones, como tantos aficionados en sus reuniones musicales.

Para empezar, la conocida versión del Concierto para piano número uno de Brahms con Glenn Gould y Leonard Bernstein al frente de la Filarmónica de Nueva York, registrado «en vivo», en 1962. Un clásico de la fonografía mundial por el escándalo que lo rodeó. Antes de comenzar el concierto, Bernstein se dirige al público para advertirle: lo que van a escuchar nace del radical desacuerdo artístico entre director y pianista; sería como seguir, al mismo tiempo, dos visiones contrapuestas de una misma obra. Una anécdota que a ambos les permite reflexionar sobre quién tiene la primacía durante la interpretación de un concierto, el solista o el director. ¿Diálogo o imposición?

A partir de ahí, y de la experiencia de Ozawa con distintos maestros, surgen jugosos comentarios, como cuando el director compara el modo contrapuesto de proceder en los ensayos de Bernstein y Herbert von Karajan, genios absolutos de la dirección en el siglo XX. El segundo no escuchaba a nadie y podía repetir un mismo pasaje una otra y vez hasta lograr lo que quería. El americano, más disperso, buscaba la amistad de sus músicos, escuchaba todos sus comentarios y observaciones. Karajan era claro y preciso, mientras Bernstein se detenía a cada rato para contar cientos de anécdotas, aunque sus dotes de extraordinario orador no siempre resultaran del agrado de todos, cuando los ensayos se eternizaban.

De Karajan, Seiji Ozawa aprendió su amor por el género lírico hasta llegar a convertirse con los años en responsable musical de la Ópera de Viena, como su propio mentor lo había sido. Tras una visita de Carlos Kleiber a Japón para dirigir La Bohème de Puccini, Ozawa creyó que jamás podría igualar lo que había escuchado. Pero el director vitalicio de la Filarmónica de Berlín lo convenció. «El repertorio sinfónico y la ópera son dos ruedas del mismo eje. Si una falta, no puedes ir a ningún lado», le convenció Karajan.

Entre sorbo y sorbo de té hojicha, escritor y músico van desgranando sus reflexiones sobre una pasión común, porque como afirma Murakami: «Ambos mantenemos el mismo corazón hambriento, el sentimiento persistente de que nada es suficientemente bueno, de que debemos excavar más hondo». Y así se explayan acerca de los tiempos muertos de Glenn Gould, esas pausas que el pianista canadiense hacía libremente, como los espacios vacíos de la música asiática; sobre la influencia de Gustav Mahler en las bandas sonoras de hoy (John Williams y su Star Wars), o de las diferencias entre las orquestas europeas y norteamericanas: para Ozawa, casi cualquier director podría ponerse al frente de las filarmónicas de Viena y Berlín y el sonido sería el mismo, como si sus músicos solo obedecieran al impulso de la propia genética de la orquesta.