Homenaje al padre en Chernóbil

H. J. P. REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

césar toimil

El fotógrafo ferrolano César Toimil publica un libro que retrata a las víctimas (y los efectos) del fatal accidente de la central nuclear soviética ocurrido hace ya 30 años

17 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

El primer viaje del fotógrafo ferrolano César Toimil a Ucrania surgió como peregrinación. Fue en el 2008. Nació como un homenaje al padre. Manuel Toimil falleció en 1999. Era un afectado por la exposición prolongada al amianto en la factoría naval de Bazán en Ferrol. Apenas se hablaba entonces de la asbestosis, pero ya comenzaban las denuncias judiciales. Manuel no quería reclamaciones sobre aquellas pésimas condiciones de trabajo que había soportado durante años, asumió su suerte con un discreto pero inquebrantable agradecimiento a la empresa que le había permitido vivir desahogadamente y alimentar a su familia. Pese a las discrepancias, César respetó su decisión. Y, sin ser plenamente consciente, una década después, observó en los liquidadores de Chernóbil una actitud de cierto parentesco.

A sabiendas de que, tras la explosión del 26 de abril de 1986, la radiactividad en las instalaciones de la central nuclear soviética era incompatible con la vida, trabajaron sin descanso para desmantelar el reactor dañado y construir un nuevo sarcófago. Una heroicidad silenciosa y llena de generosidad que implicó a cerca de un millón de personas (debido a la corta duración de los turnos, de solo unos segundos, por la altísima exposición radiactiva que la tarea comportaba, con los contadores Geiger enloquecidos).

«Muchos se dejaron la vida, otros perdieron la salud. Un gran número aún pelea por compensaciones del Estado que no llegan, por una pequeña pensión, ya que algunos no pueden comprar ni medicinas», lamenta Toimil.

Lo que empezó para él de forma poco meditada terminó con nueve viajes a Ucrania, donde presentó hace unos días su libro Prohibida la apertura forzada de la puerta, en el que Toimil rinde tributo a los héroes anónimos que se enfrentaron a pecho descubierto a la catástrofe nuclear y retrata a las víctimas y los efectos del desastre. Toimil no se regodea en el drama para hacer un ejercicio artístico, sino que sirve una narración cercana y esperanzadora trenzando una especie de cuaderno de viaje, sin recrearse en encuadres, composiciones o efectismos.

Armado con una simple cámara compacta, Toimil trabaja sobre la empatía de la mirada de los protagonistas y sobre los grandes espacios vacíos de lo que en su día fue Pripyat, una pujante ciudad de 40.000 habitantes (a dos kilómetros del complejo) en la que vivían los trabajadores de la central. «Nadie llora allí, la vida continúa», elogia Toimil, rendido a su dignidad.