Luis Landero: «El desencanto ante las metas no cumplidas nos viene de fábrica»

Beatriz Pérez BARCELONA / E. LA VOZ

CULTURA

Itziar Guzmán

«El gran problema es que la corrupción ya apenas nos escandaliza», deplora Landero, que aborda el mal en su novela

11 mar 2019 . Actualizado a las 17:36 h.

«Por muy bajo que uno caiga, mal que bien acaba por amoldarse a su situación. Se mueve y se remueve hasta encontrar una postura más o menos cómoda». Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948) acaba de publicar La vida negociable (Tusquets), novela que recoge las andanzas y la decadencia de Hugo Bayo desde niño y hasta que cumple 40 años convertido en mucho menos de lo que esperaba: un simple peluquero capaz de todo tipo de bajezas. Casi tres décadas separan el libro (escrito en primera persona, un recurso de la novela picaresca) de Juegos de la edad tardía, la ópera prima de Landero con la que obtuvo el premio de la Crítica y el Nacional de Literatura, y a partir de la cual se consagró como uno de los prosistas más clásicos de la lengua castellana.

-A la vista de cómo chantajea Bayo a sus padres y de las mentiras que esconden sus personajes, ¿reflexiona «La vida negociable» sobre la corrupción humana?

-Podría decirse así. Todos o casi todos los personajes de mi novela han sido tentados por los cantos de sirenas del mal, y ninguno se ha resistido. Convivimos con el mal y tenemos que saber hasta dónde estamos dispuestos a negociar con él, con esa especie de diablo que nos susurra en la oreja palabras siempre seductoras. Nuestra sociedad nos muestra actualmente un catálogo variadísimo de personas que han traspasado la raya de una negociación razonable para corromperse sin mayores escrúpulos.

-Hay en esta novela diferentes personajes corruptos y algunos reconocen serlo «por amor». ¿Debe ser el amor el motor de todo?

-El amor es uno de los fundamentos de nuestra vida, quizá el mayor. Y no hablo solo de amores sentimentales, sino de amor al prójimo, el arte, la naturaleza, el conocimiento... Albert Camus decía que el no ser amado es cuestión de suerte, pero que el no amar es una desgracia. A Bayo quizá le pasa, que no sabe amar. Fuera de consideraciones, ojalá el amor fuera el motor de todo.

-¿Cree, como el padre de Hugo, que todo en la vida es negociable?

-Por supuesto que no debe serlo, pero desgraciadamente lo es. El hombre es capaz de todo lo malo. No hay horror con el que no se haya atrevido. Y en el día a día de nuestra sociedad, vemos con qué desvergüenza y desenfado se negocia al alza con el mal. El gran problema es que ese mal se ha normalizado y la corrupción ya apenas nos escandaliza. Es cierto que hacerse adulto consiste, entre otras cosas, en conocer el mal y aprender a negociar con él.

-¿Cómo está presente la relación con su padre en su literatura?

-Mi padre aparece en casi todas mis novelas. Él es quizá mi gran musa. Era un hombre profundamente insatisfecho con su vida, con su destino, y quiso que yo cumpliese los sueños que él no había podido realizar. Y yo le defraudé por completo. Cuando él murió, yo tenía 16 años. En ese momento, casi de golpe, pasé de la adolescencia a la madurez. Me he pasado la vida intentando reparar la culpa, saldar las cuentas que tengo pendientes con él. La insatisfacción crónica y el afán de lograr algo irrealizable es quizá el gran tema de mis libros, y eso proviene sin duda de mi padre.

-De hecho, Bayo, quien posee muchas ambiciones, no llega a convertirse más que en peluquero.

-El desencanto ante las metas no cumplidas viene de fábrica en el hombre. Con una excepción: la de aquellos que son felices y se conforman con lo que tienen. ¡Dichosos ellos! Pero muchos otros le pedimos a la vida más -mucho más- de lo que nos puede dar. Eso le da a nuestro existir un sabor agridulce, además de cierta inclinación a la melancolía.

-Este trasfondo melancólico, que no huye sin embargo del humor, está en presente en el libro. ¿Todas las vidas humanas lo tienen inevitablemente?

-La melancolía no descarta el humor. Es más, el humor tiene a menudo un no sé qué de melancólico. Me refiero no al humor del jijí y jajá, sino al que ilumina zonas oscuras de la realidad y nos hace ver el mundo desde un ángulo insólito. Con razón decía Freud que el humor es la máscara de la desesperación. A veces es así.

«Todo invita a la estupidez; es la época del ''homo zapeante''»

Raro es el lugar donde comparece Landero en que no saque a relucir lo que debe a Cervantes.

-El Quijote es el mejor libro que se haya escrito nunca y, como el Nilo, se desborda y anega toda la novela posterior. Uno puede estar influido por el Quijote sin haberlo leído. Basta con haber leído a Dickens, Dostoievski, Flaubert... para ser ya un poco cervantino.

-Ha reivindicado la lentitud, la soledad. ¿Nos educan para el sosiego, para saber ser solos?

-En la escuela sí nos educan para eso, pero fuera no. La escuela y la sociedad van por caminos distintos, y esto es nuevo en el mundo. Todo invita a la prisa, al picoteo, al entretenimiento sin esfuerzo, al ruido, al mal gusto, al barullo, a la estupidez; es la época del homo zapeante. Deberíamos defender a nuestros niños y adolescentes de las redes sociales y de la televisión, esa especie de drogas que anestesian el alma y hasta el corazón. Deberíamos educarlos en el gusto por la lentitud, por la soledad, por el esfuerzo, por la observación, por la mirada paciente y atenta... En fin, todo eso que nos hace dignos, sabios y libres.

-Si todo en la vida es negociable, ¿también España y Cataluña podrían negociar más y mejor?

-Herodoto cuenta que los persas, cuando tenían que cerrar un trato importante, primero lo hablaban en estado de ebriedad y luego en sobriedad. Si en ambos casos se llegaba a lo mismo, se cerraba el trato; si no, se rompía o se recurría a un arbitraje. Cataluña y el Estado negociaron primero en estado de ebriedad y se entendieron bastante bien. Estábamos ebrios de bienestar y era fácil llegar a un acuerdo. Pero con la crisis se ha empezado a negociar en estado de sobriedad, y hasta con resaca, y parece que el pacto se ha ido a hacer puñetas. La única solución que veo es salir de la crisis y volver a negociar razonablemente ebrios. En cuanto a la esperanza, no hay que perderla nunca, no por nosotros, los abueletes, que ya tenemos casi todo el pescado vendido, sino por los jóvenes. Se merecen que en este país haya esperanza. Aunque solo sea por eso, los que ya vamos para viejos no tenemos derecho a ser conformistas ni a encogernos de hombros.