Justísimo Oso de oro para el filme húngaro «On Body and Soul»

José Luis Losa BERLÍN / E. LA VOZ

CULTURA

TOBIAS SCHWARZ | AFP

Las platas fueron para el finlandés Aki Kaurismäki, que no subió a por el premio aunque luego lo metió en el bolsillo, y al chileno Sebastián Lelio

19 feb 2017 . Actualizado a las 00:31 h.

Es raro, pero sucede a veces que un festival que te ha fustigado con una selección de películas torva, tirando a deprimente, te reserve, al menos, la satisfacción de un premio a la película que crees que, por sí sola, ha compensado tanto mal trago. Así, el Oso de Oro en esta 67.ª Berlinale para el filme húngaro On Body and Soul es un acto de justicia mayúscula. De la magnificencia de la película, que se proyectó en la primera jornada del festival, da prueba el que diez días después, esta veta de amor extraño, casi marciano, entre el responsable de un matadero de vacas y una inspectora obsesivo-compulsiva hasta a la hora de intentar el suicidio, siga tan presente en la memoria. El nexo de unión de esa pareja, en el mundo de los sueños donde se reúnen -en ese parque de los ciervos nevado, un oasis de ternura y de posible supervivencia en un escenario de desolladeros y de patologías mentales- está construido con materiales áureos y un medido toque de humor absurdo. Su directora, Ildikó Enyedí, que ganó, como joven promesa la Cámara de Oro en Cannes hace 28 años, se ha tomado la vida con calma y ha esperado todo ese tiempo para llevarse a casa el mejor Oso de Oro de la última década.

El jurado presidido por Paul Verhoeven cumplió no solo en el acierto soberbio de su premio principal sino también al galardonar a los dos magnos autores que no le fallaron a esta Berlinale. El finlandés Aki Käurismaki, considerado mejor director por The Other Side of Hope, en la que vuelve al tema central de su anterior Le Havre, el drama de un refugiado y la solidaridad de las buenas gentes de los tugurios y los bares perdidos. Digo que recibió el premio. Bueno, a medias. Käurismaki se negó a subir al escenario. Se quedó en su butaca, así que tuvieron que llevarle allí la estatuilla. Y él se la metió en un bolsillo. Tenía toda la pinta de utilizarlo como moneda de cambio en la parada de la primera cervecería de la noche.

También tuvo honores el otro padrone de la competición, Hong Sang-soo, a través del premio de interpretación a su actriz en On the Beach at Night Alone y epicentro de su obra reciente y de su vida personal, Kim Minhee, que doblega todos los cabos de la tormentas de esta película desasosegante.

Del resto del palmarés, no me parece desatinado que la alemana Bright Nights se lleve el premio al mejor actor, a Georg Friedrich, por ese padre que trata de reconectar con su desconocido hijo adolescente. Aunque el guion no sea lo más destacado de la chilena Una mujer fantástica, la decente reivindicación de los derechos de la transexualidad de Sebastián Lelio, es muy razonable su presencia en el palmarés.

Hallo sin embargo exagerado el Gran Premio del Jurado para Felicité, donde Alain Gomís estira hasta el hastío su drama de madre coraje que lucha por un hijo enfermo bajo la cruel cúpula de Kinsasa. Y me suena a broma abracadabrante que la solemne estupidez de la realizadora Agnieszka Holland y su infumable asesina animalista de Pokot se lleven el premio Alfred Bauer, que en ediciones pasadas correspondió a cineastas de la talla de Resnais, Denis Cote o Miguel Gomes. Y no a cantamañanas.

La cinta catalana «Estiu 1993», de Carla Simón, mejor ópera prima

Llegó Estiu 1993 a esta Berlinale como de tapadillo, inserta en una sección de cine de temática infantil o juvenil, Generation, que año a año crece como un injerto de frescura en el festival. Y de ahí fue desarrollándose el boca a oreja sobre las excelencias de este debut de la catalana Carla Simón, hasta culminar con este premio a la mejor primera película que supone una inmejorable plataforma de lanzamiento para el filme, antes de su pase próximo en el festival de Málaga y su estreno en salas.

Carla Simón cuenta en Estiu 1993 una historia íntima, la de su propia infancia marcada por la muerte de sida de su madre cuando ella tenía seis años, y que siguió a la de su padre. Lejos del dramatismo obvio, Simón construye su película, los ecos de sus recuerdos, como un latido de niñez resiliente al dolor, con esa vida alternativa junto a sus tíos y su prima. Y es un prodigio la naturalidad que la directora extrae de la joven Laia Artigas, la capacidad de introducirnos, como testigos privilegiados, en esa nueva situación y en sus detalles más nimios. Una orfandad donde el dolor queda preterido, o aplazado, en ese paraíso de la infancia donde todavía no hay conciencia de la pérdida. Es sobre esa república de la fragilidad sobre la que Carla Simón va filmando, con alquimia insólita, la honesta y enorme Estiu 1993.