De pasamanero a mecenas del cubismo

Héctor J. Porto REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

Luis Tejido

El museo Guggenheim de Bilbao exhibe una selección de 70 obras de la colección del comerciante suizo Hermann Rupf, que resultan claves para entender la pintura en la primera mitad del siglo XX

14 nov 2016 . Actualizado a las 07:44 h.

Eran otros tiempos. Picasso, Braque, Léger, Gris o Derain aún no gozaban de reconocimiento suficiente y las obras no tenían los precios astronómicos que alcanzan hoy en las subastas. Hermann Rupf viajaba a París para surtir de perfumes y complementos a la última moda la pasamanería y mercería Hossmann & Rupf -que él y su cuñado Ruedi poseían en el centro de Berna-. Ya en la capital gala, encontraba el momento oportuno para aparcar guantes, borlas y botones y acercarse a la pequeña galería que tenía su amigo Daniel-Henry Kahnweiler en la calle Vignon. Este establecimiento fue clave en las adquisiciones de pinturas de Rupf: allí conoció a los más grandes creadores y sus últimas innovaciones.

La relación con los artistas entraba en el terreno personal y su apoyo los sacó de más de un apuro económico. Todo era muy familiar. Por ejemplo, en una visita al taller de Picasso, el comerciante suizo se encaprichó de dos pinturas sobre papel que estaban tiradas por el suelo y se las compró allí mismo: Follaje (1907) y Paisaje (1908), dos claras muestras de pre-cubismo. El propio Kahnweiler recordaba mucho después aquellos extraordinarios y fogosos años de juventud en que batallaban contra el rechazo y los gustos imperantes: «Decidimos que mis artistas ya no volvieran a exponer en salas públicas para así evitar las risas de la multitud. Y yo tampoco hacía exposiciones, sino que simplemente colgaba los cuadros en la galería cuando los pintores los terminaban y me los traían».

Picasso y Braque, que se veían entonces casi todos los días, se pasaban por allí. El gabinete era un auténtico laboratorio cubista que Rupf financiaba con una querencia por las vanguardias que no casaba con el conservadurismo (no solo estético) de Suiza. Su afición le costaba mucho dinero que a él no le sobraba, ya que no era un millonario por herencia paterna: solo un emprendedor inquieto con una cultura y una sensibilidad insólitas en su tiempo. Hasta tal punto es así que una de sus grandes preocupaciones era el tamaño de los lienzos porque las paredes de su discreto apartamento burgués de Berna no bastan para colocar sus nuevas incorporaciones, ya sea en el dormitorio, el salón o el comedor.

Y es que nunca compraba como inversión, para especular, no se deshacía de las obras por sistema, como mucho, puntualmente, vendía o regalaba alguna. Incluso la casa de vacaciones que adquirieron en la montaña -también modesta- enseguida se llenó de pinturas. Rupf reunió importantes grupos de obras de autores como Picasso, Braque, Derain, Gris, Klee, Léger, Kandinsky... Con algunos de ellos mantiene una estrecha amistad, les da respaldo económico e incluso los acoge en su hogar en las situaciones de dificultad durante ambas guerras mundiales.

Cuando en 1954 Rupf creó la fundación, poseía cerca de 300 obras -una buena parte, claves para comprender el arte en la primera mitad del siglo XX-, una colección que el patronato bernés ha ido ampliando desde entonces con autores como Meret Oppenheim, Dieter Roth, James Lee Byars, Donald Judd, Piero Manzoni, James Turrell, Lucio Fontana... La fundación atesora hoy, como recuerda Susanne Friedli -comisaria (junto a Petra Joos) de la exposición abierta al público en el Guggenheim de Bilbao-, unas 700 piezas, y de entre ellas, ambas especialistas seleccionaron las 70 que exhibe el museo vasco. «Rupf era solo un mercero y pudo dedicarse a coleccionar obras de los prerrafaelitas o de la escuela de Barbizon, pero no, él apostó por lo más revolucionario», elogia Joos.