Leonard Cohen y el poema enterrado

CULTURA

Ed

Para completar la obra de Cohen ya solo falta conocer aquel primer poema que enterró de niño en el jardín cuando murió su padre. Un arqueólogo debería buscarlo y quizás entonces lo entendamos todo

12 nov 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Para Pilar

Cuando se supo que a Bob Dylan le habían dado el Nobel de Literatura, a muchos les pareció bien y a algunos les pareció mal. Un tercer grupo pensó inmediatamente que, ya puestos, podían habérselo dado a Leonard Cohen. Se lo preguntaron al propio Cohen y respondió con modestia: «Para mí, dárselo a Dylan es como si le colgasen una medalla al Everest por ser la montaña más alta del mundo».

Lo cierto es que, de haberle dado el premio a Cohen, que acaba de morir, nadie hubiese podido dudar de su condición de literato, porque su caso es del un escritor que se hizo músico relativamente tarde. Su primer poema lo había escrito a los nueve años, el día de la muerte de su padre -lo envolvió en una de sus corbatas y lo enterró en el jardín-. Y a ese primer texto siguieron, a lo largo de los años, libros de poesía y novelas, con las que tuvo incluso un cierto éxito literario. Pero cuando se retiró a una isla griega le pasó lo que a tantos escritores que buscan la inspiración en la soledad: que lo que se encuentran es precisamente la soledad.

Fue entonces cuando Cohen se marchó a Nueva York y empezó, pasados los treinta años, una carrera en el mundo de la música que en el fondo nunca terminó de asumir. Entre otras cosas, sufría de miedo escénico. Su famosa elegancia era, en realidad, la reserva de un tímido. Para mí, eso era lo fascinante del personaje de Leonard Cohen: su reticencia, un desapego que no era vanidoso como el de tantas estrellas de la música popular, sino un pudor reflexivo. La poesía de Cohen gira en torno a la idea de redención, y él transmitía la impresión de que conciertos y grabaciones eran para él una expiación para conjurar el demonio que le acosaba, que no era otro que la depresión.

Esa búsqueda de la redención era la que le había llevado a la isla griega, a Nueva York, a presentarse voluntario en la Guerra de Yom Kippur -no le dejaron combatir-. Esa búsqueda fue la que, ya mayor, lo llevó a ingresar en un monasterio budista de California, donde se rapó la cabeza y se impuso el nombre de Jikan, que significa silencio. Pero, mientras tanto, su representante le robaba cinco millones de dólares de su cuenta, y el monje llamado Silencio tuvo que volver a ser Leonard Cohen y emprender una gira monumental de casi 400 conciertos para pagar su deuda con Hacienda.

En ese momento creo que fue cuando se produjo el milagro. El Cohen que salió de esa ordalía de música y kilómetros parecía un hombre distinto. Cuando cantaba su famoso Hallelujah, parecía que realmente había alcanzado la paz. Al final, la redención no estaba en el silencio; resulta que estaba en la música.

Yo lo vi en Madrid en uno de aquellos conciertos. Entre canción y canción, contó que lo que le había hecho poeta era la lectura de Lorca. También que su fidelidad a las cuerdas de nailon en la guitarra venía de un encuentro fugaz en España con un músico de flamenco. Una semana después, en Valencia, se desmayó en el escenario. Se veía venir el final.

Hace poco, Cohen decía que estaba preparado para morir. Luego rectificó, y dijo que aquello había sido «una exageración», y que en realidad tenía la intención de vivir para siempre. Pero esto último es lo que ha resultado ser una exageración.

Para completar la obra de Cohen ya solo falta conocer aquel primer poema que enterró de niño en el jardín cuando murió su padre. Un arqueólogo debería buscarlo y quizás entonces lo entendamos todo. Y por cierto que Cohen se equivocaba. El Everest no es la montaña más alta del mundo. Medido correctamente, el Chimborazo de Ecuador es más alto. Lo que ocurre es que no todo el mundo se da cuenta.