Las razones de Sartre para ir a contracorriente tuvieron más que ver con sus convicciones personales. Sospechaba que los chicos escandinavos se inclinarían a su favor a la hora de buscarle dueño al premio de 1964, así que, antes de que su veredicto se hiciese oficial, les envió una carta y les pidió que, por favor, no se lo dieran a él. «Por razones que me son personales y por otras que son más objetivas, no quiero figurar en la lista de posibles laureados y ni puedo ni quiero, ni en 1964 ni después, aceptar esta distinción honorífica», manifestó. A la Academia le dio igual. Un par de días más tarde, anunciaba públicamente su nombre como ganador. «Por su trabajo, rico en ideas y lleno del espíritu de libertad y de la búsqueda de la verdad», argumentó.
El autor de La náusea, lejos de recular, insistió en su negativa y, para que a nadie se le escapasen sus razones, publicó en Le Figaro, previo pago, una carta en la que señalaba que siempre había rechazado condecoraciones oficiales, como la Legión de Honor, y que, en su opinión, todos los honores que pudiese recibir un escritor exponían a sus lectores «a una presión» que no consideraba «deseable». Manifestó que se desentendía del premio porque era político, que se negaba a ser institucionalizado y que la distinción -ser, a partir de entonces, Jean-Paul Sartre, premio Nobel- implicaba una responsabilidad de la que nada quería saber. A este movimiento le siguieron todo tipo de reacciones: la opinión pública tachó de altivo al francés; hubo quién deslizó que no había aceptado el reconocimiento para que su mujer, Simone de Beauvoir, no sintiese celos; y quien buscó motivos económicos en su postura. La polémica siempre se traduce en visibilidad; la visibilidad en fama y la fama, en ventas.