Werner Herzog estrena en el Festival de Sitges su alucinógena «Salt and Fire»

José Luis Losa SITGES / E. LA VOZ

CULTURA

Una secuencia de  Salt and Fire
Una secuencia de Salt and Fire

La nueva creación del alemán es un delirio sin pies ni cabeza, un inusitado desprendimiento de neuronas que alcanza el nivel de la burla al espectador

11 oct 2016 . Actualizado a las 19:21 h.

Era una de las películas más esperadas del festival. Y no por las referencias, porque ya venía bien zurrada de su paso por Toronto. Sino porque era la puesta de largo en España del último Werner Herzog. Y al zigzagueante cineurgo alemán hay que guardarle siempre, a priori, una reverencia. Pero Salt and Fire se carga cualquier regla de cortesía para con un autor cuyo cine has amado tantas veces. Una cosa es que Herzog vaya de espíritu errático y ácrata desde hace al menos un par de décadas -si no es que no lo fue durante toda su dilatada trayectoria- y otra que sientas que lo que te ha servido en imágenes es un delirio sin pies ni cabeza, un inusitado desprendimiento de neuronas que alcanza el nivel de la burla al espectador que asiste a este despropósito y no da crédito.

Esa sensación la tienes desde la primera secuencia del filme, cuando vemos a Gael García Bernal, que es coautor o cuando menos consentidor de la broma porque actúa como uno de los productores del asunto. Y largarse a rodar desiertos de sal en América del Sur aún debe de haber costado una plata que, desde luego, no ha puesto Herzog. Ya digo que al primer minuto ves a García Bernal en rol de italiano simpaticote y diciendo con alegría: «Siempre nos quedará la pasta», mientras te cuentan que el mundo se está desmoronando y te hueles algo raro. Todo es más que estrambótico en Salt and Fire: las interpretaciones como ebrias, los personajes de traca -hay un científico enano que está siempre metido en broncas-, los diálogos detonados en todo momento como sentencias finales de Casablanca o de citas del Eclesiastés.

Y el argumento descabalado de este secuestro express de la estrella del cine alemán Veronica Ferres a manos de un comando como medio villista de Michael Shannon, que es el CEO de una empresa responsable de convertir espacios naturales en eriales salinos y dispuesto a autoinculparse luego. Hay autores que cuando llegan a esta edad senatorial se sienten por encima del bien y del mal y eso les lleva a filmar obras libérrimas y magníficas, como Marco Bellocchio o Arturo Ripstein. No es el caso de Herzog, quien ya anunciaba senilidad o desgana en su anterior La reina del desierto. Y que aquí directamente se pega un tiro en el pie porque a ver quién va a prestarle una cámara para rodar ni home-movies después de semejante estropicio.

El coreano Park Chan-wook ofrece en The Handmaiden su conocido virtuosismo para encartar complejos alambiques donde juegan las venganzas, el maquiavelismo sutil. Aquí se pone de parte de una pareja lésbica e interclasista, que hace saltar la banca, toma el dinero y corre. No está a la altura de sus magnas Old Boy o Simpatía por Lady Vengeance, pero construye su juego especular de las apariencias con disfrutable altura de estilo y un esteticismo marca de la casa que lo convierte en el auteur más fashion -y que nos disculpe Almodóvar- del cine presente.