Elegante recital tragicómico

MIGUEL ANXO FERNÁNDEZ

CULTURA

La pericia narrativa de Stephen Frears, unida a su elegancia con un ingrediente tan necesitado de sutileza como es la ironía, le hacían oficiante perfecto para recrear el cénit vital de Florence Foster Jenkins

25 sep 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Dudar del oficio y de las capacidades de Stephen Frears sería insensato. Su pericia narrativa y su ángel con los actores, unido a su elegancia con un ingrediente tan necesitado de sutileza como es la ironía, le hacían oficiante perfecto para recrear el cénit vital de Florence Foster Jenkins (1868-1944), aquella excéntrica soprano estadounidense convencida de poseer unas aptitudes para el canto de las que carecía y, en consecuencia, perpetrando con alevosía un auténtico crimen contra la ópera. Pero su condición de dadivosa millonaria extravagante, eso sí, apasionada de la música, la llevó a provocar sentimientos de cómplice condescendencia en su entorno social más próximo, al tiempo que hilaridad y escarnio en el resto.

Si el guion de Nicholas Martin opta por la ternura hacia ella, sobre la base de tres personajes principales de trazo impecable, la dirección de Frears le garantiza tono y atmósfera. Como ocurre con todas las tramas basadas en hechos reales (aquí estamos en el clímax de la enfermedad de Florence), el factor sorpresa no existe y el qué nos cuentan pasa a ser el cómo lo cuentan.

Es tiempo de matices y en eso hay pleno. A sabiendas de disponer de Meryl Streep, una insuperable robaplanos que igual provoca ternura en la intimidad de su salón junto a su esposo (un Hugh Grant como hacía tiempo que no veíamos), como hilaridad en sus ensayos o sobre el escenario, destrozando el género operístico (disfrutarla en su voz original es una gozada).

Si a las virtudes dramáticas de la triple ganadora de un Óscar sumamos sus 67 años para vestir al personaje, asistimos a otro recital que, sin duda, la llevará otra vez al podio. Si bien su presencia en pantalla anula al resto, Grant resiste el pulso y también lo hace Simon Elberg como el pianista Cosme McMoon.

No suelen reparar los críticos en la dirección de Arte, quizá por suponer que su excelencia va implícita en toda película de época, pero tampoco es así. Una sobrecarga puede resultar fatal y el británico Alan McDonald la evita con un diseño sobresaliente, espectacular.