Muere el nobel húngaro Imre Kertész, superviviente y cronista de Auschwitz

Héctor J. Porto REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

GEORGIOS KEFALAS | EFE

El 6 de abril llega a las librerías «La última posada», visceral diario y testamento literario

01 abr 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace más de quince años que diagnosticaron la enfermedad de Parkinson a Imre Kertész (Budapest, 1929), mal que fue minando poco a poco y gravemente su salud. La intensa llama del primer nobel de literatura en lengua magiar se apagó definitivamente en la madrugada de ayer en su domicilio en Budapest. «Un hombre de buen gusto no vive ya a mi edad», avisa en el breve posfacio [premonitoriamente titulado Óbito] de su libro La última posada, que saca a la calle el 6 de abril el sello Acantilado (en cuyo catálogo está casi toda su producción vertida al castellano). Permanecerá tras Kertész una de las obras más poderosas en ese proyecto común de la reconstrucción -desde la memoria y el testimonio del superviviente de los campos de exterminio nazis- de una nueva Europa después del Holocausto. «Aun cuando hable de otra cosa, hablo de Auschwitz, soy un médium del espíritu de Auschwitz, Auschwitz habla a través de mí», dejó escrito en uno de sus libros.

La experiencia concentracionaria marcó indeleblemente su existencia y su literatura. Su obra, anota Adan Kovacsics, traductor de sus textos al castellano, «es esencial para comprender al ser humano del siglo XX y del actual. Cuando se publicó Sin destino en 1975, la novela pasó inadvertida. Inadvertida precisamente por la radicalidad de su visión, porque era intolerable, se alejaba de las grandes palabras, describía la expropiación del destino propio del individuo, su conversión en destino de masas, ?el despojamiento de la sustancia más humana del hombre? en los campos de exterminio en particular y en el totalitarismo en general».

Pero el testamento personal de Kertész está en La última posada, el relato de «antesala de la muerte», el trabajo concluyente al que en muchas ocasiones quiere renunciar pero que termina por adueñarse de él. «Es el libro de su vejez. Su intención era escribir una obra sobre la senectud, una novela inspirada en los cuadros postreros de William Turner o en los últimos cuartetos de Beethoven. La última posada plasma ese intento, el esfuerzo, las dudas y también el fracaso», explica Kovacsics. Es una narración sin estilo -él mismo se queja, él que tanto cuidó ese aspecto de su escritura-, volcada casi con ira -en ciertos pasajes-, visceralmente. También se solaza Kertész en sus viajes -cada vez menos-, en sus lecturas -celebra comprobar en Austerlitz lo mucho que Sebald ha aprendido de Thomas Bernhard o el redescubrimiento de Jean Améry-, en sus amistades -András Schiff, los Ligeti, Barenboim, Vallcorba-, pero no se ahorra el hartazgo de las servidumbres de la fama -después de que lo agraciaran, dice, con el premio gordo de la literatura-, el disgusto por la incomprensión puntual de sus libros, sus dificultades crecientes para escribir, las muchas penurias de la enfermedad. «Tira la muerte, tira, tira... Profundo cansancio, dolores. No puedo andar. Se me van las ganas de vivir [...] Si sigo pensando, me echaré a llorar», confiesa.

Edad y salud le hacen perder interés por «los asuntos terrenales: las mujeres, el amor, la política, hasta la comida, y solo importa la soledad. Entonces hay que dejarlo todo y a todos, subir a la Engadina, trabajar y morir. ¡Cómo me gustaría hacerlo! Mi mediocridad siempre me impide dar ese paso definitivo. Nací cobarde, como otros han nacido raquíticos». La lucidez no lleva a menudo a Kertész por el camino de la piedad o de la autocomplacencia sino a confirmar sus sospechas, su anhelo de despojamiento total: «¿Cómo me he atrevido a escribir libros y cómo me he atrevido a publicarlos? La escritura como el arte del silencio». «¿Quién y qué soy?», se interroga sin hallar ya estímulo en la posible respuesta y sin disipar sus dudas sobre si las circunstancias abocarán a su pueblo judío al exterminio.