Lav Díaz encierra más de ocho horas a los espectadores de la Berlinale

José Luis Losa BERLÍN / LA VOZ

CULTURA

LAV DIAZ | AFP

La película snob e insufrible «A Lullaby to the Sorrowful Mistery», de 485 minutos de duración, castiga el hígado de la prensa, que fue vaciando la sala a ritmo de gota malaya

18 feb 2016 . Actualizado a las 18:25 h.

Más que el hígado, las palabras más escuchadas en el pase de prensa -también se apuntó, voluntario, algún espectador masoquista- de la película de Lav Diaz A Lullaby to the Sorrowful Mistery, eran, para ser precisos, «próstata» y «diuréticos». Encerrar en una sala oscura -y no precisamente confortable- a un grupo humano variopinto durante ocho horas y media y frente a una pantalla que destila una sucesión de situaciones de inopinado absurdo, hablado en tagalo y en un español «condemor», es un remedo de aquel portentoso ángel exterminador de Buñuel. Es verdad que el abandono no estaba estrictamente prohibido y que, como en un cotillón, se repartían en el cine cintas rojas como de «todo incluido», por si algún valiente se atrevía a regresar. Pero, qué voy a decirles, el ambiente en el Berlinale Palast, visto en retrospectiva desde la fila dos, era más de fumadero de opio que de bacanal. Cierto que las fugas no pasaron en las primeras horas de un tercio de los asistentes. Permanecían los demás en sus butacas, es verdad; mas el mosaico de rostros durmientes, muchas veces encadenados hasta casi cantar línea, parecía en sí una performance del Living Theatre. Un teatro de la crueldad.

Y eso que podría haber sido peor. El filipino Lav Diaz tiene títulos de mucho mayor metraje. Díaz ha devenido en icono de la crítica más necesitada de descubrimientos desde que ganó en Locarno en el 2014. Y eso que ya no era un chiquilín. Detrás tenía 57 años y 15 obras. Menos mal que los robesperrianos han tardado tanto en descubrirlo. Eso sí, el «ataque de autor» que les ha dado con este cineasta en cuyo cine ves como adelgaza un junco es tan brusco que nos ha llevado hasta aquí.

La Berlinale, después de jornadas de tv-movies y de cine ñoño, nos las ha cobrado todas rindiéndose al fenómeno Lav Diaz. Todos los focos en un cine para mí bobo o, tal vez, inaccesible. Se habla mucho y mal de la España colonial -de hecho, los españoles son como el Mini-Yo o el Spectra de la función- porque la inacción transcurre tras la ejecución del protomártir Rizal, en el epicentro de la guerra de independencia.  Y les aseguro que el tedioso Procés catalán sería un thriller al lado de este tiberio filipino, por el que deambulan Andrés Bonifacio, Gregoria de Jesús y se habla del traidor Aguinaldo. Para aguinaldo, el que nos ha dado la Berlinale, ya casi de vacaciones, con este maltrato. Hubo un intermedio y allí ya regresaron solo «los últimos de Filipinas». Agradezco que, en un momento de este «divague», haga su aparición un personaje bizarro, una especie de padre Coplillas, un actor español que va de sacerdote enrollado. Y así si que una parte de la sala, que estalla en carcajadas, tiene claro que a lo que asistimos en este evento es a un acto de la Internacional Situacionista.