Llamazares sitúa en el mapa los lugares de la España imaginaria

Xesús Fraga
xesús fraga REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

david de las heras

Su «Atlas» reúne textos sobre Jauja, Babia o los cerros de Úbeda, entre otros

28 dic 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Expresiones como «Esto es Jauja», «Está en Babia» o «Se fue por los cerros de Úbeda» forman parte del habla cotidiana y se utilizan para invocar un lugar colmado de abundancia y riqueza, referirnos a un ensimismado o hacer notar que alguien ha perdido el hilo de lo que estaba diciendo. Y, precisamente, por su condición de frase hecha se suele dar por sentado que esos nombres propios son ficticios. Pero aunque sí poseen una cierta cualidad de lo imaginario, si uno los busca en el mapa acabará por encontrarlos: en estos tres casos, en las provincias de Córdoba, León y Jaén, respectivamente.

«Son lugares a mitad de camino entre la realidad y la fantasía», describe el escritor Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955), quien los ha reunido en un libro que se completa con otros textos sobre Las Batuecas, Fuente Obejuna, los pueblos de Pinto y Valdemoro y la cervantina ínsula Barataria: Atlas de la España imaginaria (Nørdica).

«Hay gente que se sorprende cuando saben que Jauja, por ejemplo, existe», afirma el autor. Existe en la geografía, pero también en lo que Llamazares denomina geopoética. Jauja pasó de la cartografía terrestre a formar parte también de la imaginaria cuando el dramaturgo del siglo XVI Lope de Rueda la eligió para titular una de sus obras, La tierra de Jauja. Más conocido es el caso de Fuenteovejuna -«todos a una»-, que gracias a otra pieza, en este caso de Lope de Vega, ha llegado a suplantar casi el verdadero nombre del pueblo cordobés de Fuente Obejuna. «Gracias a ese teatro popular la gente hacía suyas las frases que, a fuerza de repetirse, acababan por deshacer la realidad», evoca el escritor. Otros sitios tuvieron su carta de nacimiento en la literatura, pero es posible rastrear el lugar real que sirvió de inspiración: es el caso de Alcalá de Ebro, sobre la que Cervantes modeló la ínsula Barataria de la que nombran, en mala hora, gobernador a Sancho Panza.

En ocasiones, a la sorpresa de saber que estos lugares existen le sucede otra más, la de que su apariencia en la vida terrena no está a la altura de las resonancias míticas del refranero. En Jauja no hay rastro de los ríos de miel y leche, mientras que Pinto y Valdemoro, admite Llamazares, «nunca debieron de ser lugares muy bonitos». Aunque la decepción no siempre se cumple y en ocasiones hasta se revierte: tanto Babia como Las Batuecas son hermosos ejemplos del paisaje montañés y serrano; los cerros de Úbeda deleitan la mirada con interminables hileras de olivares trazados con tiralíneas (cuya repetición, en efecto, puede acabar por desorientar: de ahí el sentido del dicho).

Con este Atlas adquiere aún más peso en la obra de Llamazares la literatura de viajes, representada ya por títulos como El río del olvido, Tras-os-montes o Las rosas de piedra, este último un recorrido por las catedrales de España que espera su segundo tomo. «El viaje es fundamental en la historia de la literatura, desde el Éxodo a Marco Polo, las crónicas de Indias o la conquista del Oeste», enumera el autor. «Y el escritor es un viajero que va por la vida y de vez en cuando cuenta lo que ve y vive. Ahora, antes de viajar ya puedes ver las fotos del sitio al que vas, el hotel, el restaurante, el tiempo que va a hacer. ¿Para qué viajar, entonces?. A veces pensamos que vemos pero solo deslizamos la mirada. Hay que practicar lo que decían las señales de los pasos a nivel sin barreras en Portugal: ?pare, escuche, mire?».

San Andrés de Teixido

En el Atlas faltan dos sitios que Llamazares habría querido incluir: la isla de San Borondón y San Andrés de Teixido, «que navega entre las brumas de la fantasía y de la realidad». «Hay mucha gente que cree que no existe, que es una especie de Purgatorio de ánimas», sostiene Llamazares. Él lo visitó un día de San Juan, durante un paseo que le llevó hasta el santuario desde Cedeira, donde su mujer restauraba un retablo: «Encontramos al cura fuera de la iglesia, quemando algo. Entre el humo que lo envolvía todo, las nubes del Atlántico, que el cura era la única persona que vimos, los exvotos y esa magia que se barrunta antes de la noche de San Juan... parecía un lugar irreal de todo».