John Banville: «A veces pienso que habría sido mejor pintor que novelista»

Xesús Fraga
xesús fraga REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

Javier Lizon | EFE

Benjamin Black, el «alter ego» del autor irlandés, publica «Órdenes sagradas»

04 feb 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Las dos facetas del autor irlandés John Banville (Wexford, 1945) están de actualidad: Alfaguara ha recuperado El libro de las pruebas, que publicó en 1989 el último premio Príncipe de Asturias de las letras y noble de la corte literaria del reino de Redonda de Javier Marías, y el mismo sello entrega Órdenes sagradas, una nueva historia policial firmada por Benjamin Black, su alter ego.

-«Órdenes sagradas» es el sexto libro de Quirke. ¿Cómo traza un escritor el desarrollo de un personaje durante tanto tiempo?

-Bueno, de hecho he finalizado recientemente una nueva novela con Quirke, la séptima; resulta difícil de creer que el viejo bribón se haya mantenido durante tanto tiempo. Lo que me parece más interesante sobre Quirke es que no lo entiendo en absoluto; sigue siendo para mí un enigma y, creo yo, también para sí mismo. Su oscuridad es misteriosa: ¿qué ocurre exactamente con él? ¿Puede toda esa angustia ser realmente producto de una infancia infeliz?; aunque, más que infeliz, fue cruel y cruelmente solitaria. De todas formas, parece terriblemente afligido, y a veces me pregunto si no disfruta siendo infeliz. Aunque en el libro nuevo he permitido que se enamore...

-¿Cree que el género negro es el mejor preparado para narrar esta era convulsa de corrupción?

-Ojalá pudiese decir que tengo un amplio programa social y que los libros de Black están concebidos como una crítica firme y contundente de la sociedad irlandesa, etcétera, etcétera. Pero no es así. Están concebidos para hacer lo que la mejor escritura hace, que es deleitar y fascinar al lector. Cualquier comentario que estas novelas puedan hacer sobre Irlanda en la década de los cincuenta es secundario a mi intención de cautivar.

-En «Órdenes sagradas» aborda los abusos a niños en orfanatos religiosos de Irlanda.

-La Iglesia católica hizo muchas cosas maravillosas por Irlanda -durante muchos años sacerdotes, monjas y frailes proporcionaron educación y sanidad gratuitas, por ejemplo- pero también hizo un gran daño. Ahora soy consciente de que cuando era niño la Iglesia operaba aquí como el Partido Comunista en Europa del este, controlando las vidas de ciudadanos supuestamente libres desde la cuna hasta la tumba. El resultado fue una visión atrofiada del mundo y de las personas, en muchos casos retorcida, especialmente de los niños, que podían ser sacrificados sin apenas consideración. Cuando pienso en las vidas jóvenes y las sensibilidades que fueron destruidas por una minoría de pederastas -y debemos recordar que la mayor parte de los abusos se produjeron en el seno de las familias, no en las escuelas- lo que siento es una profunda y casi dolorosa ira. Pero la Iglesia ha pagado un precio alto por sus pecados; lástima que aún no los reconozca completamente.

-En «El libro de las pruebas» el narrador alude a la culpa. En una entrevista ha comentado que lo primero que la Iglesia inculca en el alma de un niño es la culpa, y que la culpa es algo bueno para un artista. ¿Cuál es su poder?

-La culpa es una de las fuerzas existenciales más potentes, nos anima a mirar con profundidad en nuestros corazones y en el corazón de los crímenes del mundo contra sí mismo. Por lo tanto, entender la culpa desde dentro es algo muy beneficioso para un novelista. W. H. Auden dijo que todo niño debería cargar con todo el trauma que pueda soportar, ya que de este modo saldría fortalecido. Es una idea perversa, pero aun así tiene cierta lógica. Creo firmemente que un novelista, especialmente en sus primeros años, debería ser sometido a todas las presiones espirituales posibles.

-Su madre quería que fuese arquitecto y muchos críticos relacionan sus libros con una catedral barroca. En su juventud también pintaba y hay quien compara sus historias con cuadros, especialmente de Rembrandt, aunque quizá Caravaggio sería más apropiado. ¿Se siente cómodo con estas comparaciones?

-Bueno, son comparaciones muy elogiosas. No osaría ponerme junto a Rembrandt o Caravaggio. Mis pintores favoritos son Pierre Bonnard, entre los modernos, y Piero della Francesca, entre los grandes del pasado. A veces pienso que habría sido mejor pintor que novelista, aunque, paradójicamente, lo que realmente me gustaría ser es compositor, ya que la música me parece una especie de alquimia. Pero que durante la adolescencia hubiese intentado sin éxito convertirme en un pintor tuvo el valioso efecto de animarme a observar el mundo con ojo pictórico: la novela, para mí, es tanto un medio de observación como también de escritura o pensamiento.

-Se ha vinculado su escritura con la de Nabokov, pero usted advierte de que su prosa es menos musical que pictórica, mientras que la suya busca que la frase cante. ¿Cómo lleva la traducción?

-Siento una gran admiración por la cualidad pictórica de la obra de Nabokov; es un maestro del detalle revelador y cuidadosamente atrapado. En cuanto a las traducciones de mis libros, intento no pensar en ello. De vez en cuando, después de haber dedicado largo tiempo a una frase muy complicada, la releo y pienso en los pobres traductores que van a tener que buscar una forma de decir, y que suene, lo mismo en sus propios idiomas. Una tarea imposible. Sin embargo, me aseguran que mis traductores españoles son magníficos, algo que agradezco de veras. A menudo me piden que de cuenta de la reputación de mis libros en español y siempre me olvido de reconocer la gran importancia de los traductores, por lo que me gustaría aprovechar esta oportunidad para enmendar este error. El traductor es el ángel que lleva mi obra hacia otras palabras y otros mundos.

-Y por último, ¿qué tal se siente uno al ejercer como el Duque de Infinidades del reino de Redonda?

-Es un gran honor. ¡Un aristócrata, por fin! Claro que el título se ha visto en cierto modo eclipsado por el premio Príncipe de Asturias...