«Soy un 'gafapasta' por culpa de Álvaro Cunqueiro»

CULTURA

Envuelto en una actividad frenética, el coruñés acaba de editar un nuevo libro. Bajo el título «A mí este siglo se me está haciendo largo», continúa explorando las cosas pequeñas con su particular concepción del humor

02 nov 2014 . Actualizado a las 18:15 h.

Anda Luis Piedrahíta (A Coruña, 1977) a mil. Tanto que esta entrevista la hace casi a la carrera, en media hora libre entre el ensayo de su espectáculo El castellano es un idioma loable, lo hable quien lo hable y el de unos números de magia que hay que presentar en El Hormiguero. Todo ello mientras promociona de A mí este siglo se me está haciendo largo, su último libro de monólogos recién editado.

—Advierte que en el texto promocional del libro que va a hablar de retretes. ¿Sale mucho humor de ahí?

—Bueno, yo no voy a hablar de retretes, sino de los topecillos blancos con forma de supositorio que hay bajo la tapa del retrete.

—¿Qué tienen de especial?

—Pues que ni siquiera sabemos como se llaman. Es una ignominia. Voy describiendo lo que sucede cuando se cae uno, cuando se caen dos, cuando se caen tres, cuando se cae definitivamente la tapa. Cosas de ese mundo.

—También toca los estornudos.

—Sí, estornudos e hipo, cercanos pero tan diferentes. Sería muy peligroso que una persona estornudase e hipase al mismo tiempo.

—Al leerle se echa en falta su voz. ¿Piensa que el lector lo está escuchando mientras lee algo suyo?

—Me lo ha contado mucha gente: «Leo tus libros y me suena tu voz». Pero es que a mí me pasa exactamente lo mismo: leo mis libros y me suena mi voz [risas]. De hecho, creo que le pasa a todo el mundo

—Ahora con los avances tecnológicos se podría hacer una «audiolectura» simultánea.

—Creo que es algo grande que una persona te lea y sienta que realmente eres tú quien se le está contando. Es un vínculo más entre el escritor y el lector, ya que no solo le indicas lo que se tiene que imaginar sino la voz con la que lo tiene que hacer.

—En alguna entrevista dijo que había llegado al humor desde la magia. ¿Fue mago antes que humorista?

—Más o menos fue a la vez. Primero fui aficionado a la magia, cuando tenía 14 años. Entonces estaba con mis compañeros mágicos e inseparables Kiko Pastur y Román García, los dos coruñeses. Los tres nos aficionamos a la magia juntos y penetramos en ese mundo tan críptico. Nos presentamos en la sociedad de ilusionismo y crecimos juntos mágicamente. Entonces, yo hacía magia pero me gustaba el humor. Pero antes, a los siete y ocho años, cada vez que salía en la tele Juan Tamariz, Pepe Carrol, Tip y Coll o Gila me impresionaba lo que veía. Reptaba hacia el televisor y me quedaba muy cerquita para que entrase la magia por los ojos y penetrase el humor por mis orejas. Me daba la sensación de que cuando ellos salían en la tele el mundo era un sitio un poco mejor. Me gustaba saber entonces qué mecanismos usaban para que todo eso funcionase. Poco a poco me fui metiendo. Luego, estudié Comunicación Audiovisual especializándome en guion. Cuando me puse a ello profesionalmente solo me salían comedias, era una tendencia irrefrenable.

—Román, Kiko y usted iban a los Jesuitas en A Coruña. Aquello debía parecer el colegio de Harry Potter.

—Éramos los friquis magos de Jesuitas. Realmente inventamos el concepto y, además, lo revolucionamos. Imagínate Román alto y desgarbado, con el pelo rizado. Yo, con el pelo lánguido y Kiko, el pequeñito. Parecíamos los Hermanos Dalton de la magia.

—Sigue fiel al tema del flequillo y las gafas de pasta. ¿No le ha entrado la tentación de tener un tupé hipster?

—No, si algún día hubiera una infidelidad pienso que se iría antes el flequillo por alopecia que un cambio de peinado. Sería el flequillo el que me abandonase a mí, no yo al flequillo. Lo tengo clarísimo.

—¿Hasta qué punto es importante en un humorista la estética?

—Mmm... creo que no mucho. En el humor todo lo que sea perfección estética aleja del humor. Por ejemplo, un tío guapo, bien vestido con camisa por dentro y que huela a colonia aleja de la risa. Sin embargo, yo sí que cuido mucho las portadas de los libros, los carteles del espectáculo y la grafía. En el show es diferente. Nunca ha habido un humorista guapo. A lo mejor, Frank Sinatra, cuando hacía aquellos monólogos en el Rat Pack. Pero, en general, el humorista no suele ser un tipo atractivo.

—¿Cuando decidió ponerse esas gafotas lo hizo por Woody Allen?

—No, fue la única opción. Yo perdía las gafas y, una vez, mi padre que ya estaba harto me dijo: «Las próximas te las pagas tú». Cuando volvió a pasar, cogí unas suyas y así solo tenía que pagar los cristales. Eran grandes, no las perdía. «Mire, que se le ha caído a usted este ladrillo negro», me decían. Y sí, estaba ahí Woody Allen, pero si soy un gafapasta hoy en día es más por culpa de Álvaro Cunqueiro. Sus gafas eran las que me gustaban.

—¿Y qué ocurrió cuando se pusieron de moda?

—Me dio un poco de pena, porque ya no era ese look especial, sino parecía que me estaba apuntando a una ola cuando yo llevaba las gafas de pasta desde el 93

—Es decir, era una «gafapasta» genuino, no un advenedizo.

—Totalmente. Cunqueiro era ya gafapasta en los setenta y yo su discípulo.

—Seguro que le ha pasado alguna vez: dice un chiste y el público no se ríe. ¿Qué hace ahí?

—Nunca le ha pasado eso a un humorista como yo [risas]. A veces no entra un chiste. Y no lo hace porque no sea bueno, sino que entran en juego muchísimos elementos: la luz, el tamaño del teatro, la hora de la función, la ciudad... mil cosas. Hay que estar preparado para que un chiste no entre. Lo que hay que hacer es que no se te note, que nadie sepa que ahí había un chiste. Eso ocurre cuando llevas la actitud de «soy un gracioso», que es lo peor que puede hacer alguien en comedia. Lo que tienes que hacer es simplemente contar tu verdad. Ahí nadie se espera que haya un chiste y, cuando lo hay, es una sorpresa. El humor tiene que trabajar ahí, en lo inesperado e imprevisible.

—¿Con usted estamos ante el típico adolescente tímido que explotó tiempo después?

—Era más bien anodino, pasaba muy desapercibido en clase. De vez en cuando decía alguna ocurrencia, pero a mí lo que me iba era ser juez de humor. Había gente más graciosa que yo, algo que yo sabía y ellos no.

—Su humor no suele ofender. ¿Es algo intencionado por su parte?

—Sí, es un humor más ingenuo, desde la poesía y la imaginación. Hay un humor más beligerante, que es algo imprescindible y necesario. Pero creo que también es imprescindible el mío. Todo el mundo hace ese humor reivindicativo, metiéndose con alguien e insultando con ingenio. Pero nadie hace el otro, que lleva más tiempo y esfuerzo.

—A veces uno va a un espectáculo de humor y es muy agresivo. Desde que estalló la crisis aún más. ¿Qué actitud tiene usted ante eso?

—Yo intento no atacar a nadie. Creo que es otra terapia para la crisis. En vez de insultar a los culpables, recordemos cómo era nuestra cara cuando sonreíamos. La gente llevaba mucho tiempo sin sonreír por culpa de la crisis y yo creo que la gente sale mejor que entró de uno de mis shows. En ese sentido, pienso que el humor es un arma de construcción masiva. Tú consigues que la gente se acuerde de cuando era feliz y eso condiciona para luego no rendirse en la lucha, como si te dieras cuenta de por qué luchas y qué es lo que buscas.

—¿Es necesario dejar un pie en la niñez para mantener ese actitud?

—Es una de las patas de este banco, sin duda alguna.

—Es un rostro conocido, funciona bien en televisión y hace reír a mucha gente. ¿Llegaría a participar en un «reality show» de famosos si se lo propusieran?

—No creo que me lo propusieran, dudo mucho que fuese interesante. Les van otro tipo de personajes. Yo hago un trabajo raro, pero luego en mi día a día no me siento identificado con lo que veo en los reality shows. Ellos saben que piezas encajan para tener audiencia y yo no soy una de ellas.

—Le hizo unos trucos de magia a Gwyneth Paltrow en el programa El Hormiguero. ¿Es tan guapa de cerca como de lejos?

—Más aún. Huele muy bien y, si la tocas, está echa con acero y miga de pan. Su esqueleto es duro como el pedernal y es maravillosa al tacto, al olfato y a la vista.

—Es decir, que es de verdad, no una ilusión óptica.

—Totalmente de verdad, te lo aseguro.