Salman Rushdie, 25 años de vida a la sombra de la fetua

Xesús Fraga
xesús fraga REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

El caso del escritor amenazado es paradigma de la libertad de expresión

05 may 2014 . Actualizado a las 10:07 h.

El 14 de febrero de 1989 se conmemoró el fallecimiento de un escritor y se condenó a muerte a otro. Salman Rushdie (Bombay, 1947) acababa de regresar del funeral de Bruce Chatwin cuando supo que el ayatolá Jomeini había puesto precio -millonario- a su cabeza por considerar que su libro Los versos satánicos, publicado unos meses antes, blasfemaba contra el islam. Pocas cosas cambian tanto una vida como la consciencia de la muerte. Y la de Rushdie cambió. La fetua o edicto islámico en su contra lo borró durante años de la vida pública y alteró sustancialmente la privada y familiar. Sobre su cabeza pendía siempre la amenaza de un atentado, terriblemente tangible. Ataques a librerías que vendían su obra; a sus editores, Penguin; sus traductores, heridos: el japonés Hitoshi Igarashi murió acuchillado. En Londres explotó la bomba con la que que un fanático pretendía atentar contra el escritor.

En cierto sentido, Rushdie ya había muerto y su lugar lo había ocupado Joseph Anton, el seudónimo que le proporcionó a la policía a partir de los nombres de dos autores que admiraba, Conrad y Chéjov. Durante meses convivió con especialistas de la lucha antiterrorista, se mudaba constantemente de domicilio, pero no podía abandonar el país: British Airways se negó a que volase en la compañía para evitar riesgos a su personal. Los políticos lo evitaban y solo algunos colegas lo defendían abiertamente. Rushdie se disculpó ante los creyentes del islam con la esperanza de que se disipase la polvareda, pero fue en vano. Su caso puso de relieve dos cuestiones, una latente y otra evidente: la primera, la pugna entre Arabia Saudí e Irán por la hegemonía política y doctrinal del islam atrapó a Rushdie en su fuego cruzado; la segunda, su causa era también la de la libertad de expresión.

Como ciudadano británico el Gobierno de su país le dispensó una protección especial constante, pero su colega Julian Barnes -de los pocos que lo apoyaron sin fisuras- criticó lo que consideró la «inactividad e indiferencia glacial» que caracterizaron las relaciones del Gabinete Thatcher con el escritor. Si un país islamista tenía rehenes británicos, se le aconsejaba a Rushdie «que no montase follón». A los mil días de la fetua, la multitudinaria vigilia de protesta prevista en Westminster se vio reducida a una lectura en una librería. Políticos y columnistas conservadores se preguntaban en voz alta por el coste al erario de la protección a Rushdie, sin interrogarse, siquiera retóricamente, por el precio de una vida humana y de defender la libertad de expresión. Su segunda mujer, la también escritora Marianne Wiggins, se divorció y detalló a la prensa los defectos de Rushdie: quienes lo consideran un héroe se equivocan, dijo.

La normalidad, poco a poco

Poco a poco la sombra de la fetua fue aligerándose en su negrura. Rushdie volvió a viajar y a aparecer en público, a veces con golpes de efecto como subirse a un escenario en un concierto de U2. En 1998 el Gobierno iraní declaró que no apoyaría las tentativas de atentado, aunque en el 2005 se negó a retirar formalmente la fetua. Los sectores más extremistas nunca han accedido a dar por terminado el episodio. Pese a tener que cancelar ocasionalmente su asistencia a algún festival literario, hoy en día el escritor parece haber recobrado una normalidad casi total, en la medida en que esto sea posible. El propio Rushdie cree que ha cambiado una condena por otra: de la amenaza de la fetua a tener que hablar siempre de ella. Así lo explicó a La Voz en una visita a A Coruña en el 2009 (también vino a Santiago al congreso del PEN Club en 1990): «Ahora lo único que roba [el edicto] es la facultad de hablar de cualquier otra cosa. Hace ya una década que se ha terminado y quizá un día un periodista no me pregunte sobre ello».