Aunque la situación personal y literaria de Rushdie -se ha vuelto a casar y ha seguido publicando libros- haya cambiado a mejor, lo que no lo ha hecho tanto es la situación de la libertad de expresión en su relación con el poder y la violencia. Casos sonados como el del encarcelamiento del grupo punk ruso Pussy Riot a raíz de las acusaciones de vandalismo por tocar en una catedral moscovita un tema en el que criticaban a Putin y a la Iglesia ortodoxa esconden un iceberg de escritores, cineastas, periodistas y creadores en general que no pueden difundir libremente su pensamiento y sus obras.
El Centro PEN Internacional abandera la causa de autores que están encarcelados o amenazados: en diciembre del 2011 la campaña había contabilizado cuatro casos en África, 21 en América del Norte y del Sur, 33 en Asia, 51 en Europa y Asia central, y otros 76 en Oriente Medio.
A esta situación hay que añadir el clima de autocensura que emergió de la fetua contra Rushdie y cuyos efectos se han visto ampliados tras los graves atentados en Estados Unidos, España y el Reino Unido perpetrados por extremistas islámicos. Algunos grupos han pedido, y conseguido, la retirada de esculturas, óperas o caricaturas, entre otras muchas creaciones, por considerar que ofendían a su religión. Y cuando se toma una crítica concreta como ofensa a la totalidad de una religión o cultura es muy difícil establecer matices. Rushdie creía en el 2009 que la libertad de expresión había empeorado. «Va a peor, sin duda alguna. Creo que nos hemos acobardado mucho en los últimos años. Existe mucha autocensura y miedo por parte de editores, cineastas y empresarios teatrales, así que creo que la libertad de expresión en el mundo no vive un buen momento. Lo que hace que sea más importante hablar de este tema».