El príncipe de los principios

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa FARRAPOS DE GAITA

CULTURA

18 abr 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, Gabo nos enseñó al coronel Aureliano Buendía recordando aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro a orillas de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, aunque él las nombró para nosotros -y cómo- en Cien años de soledad, un libro oceánico, descomunal, perfecto e inabarcable. También nos llevó de la mano del doctor Juvenal Urbino al interior de una casa todavía en penumbras para confirmar lo inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados, y en el primer párrafo de El amor en los tiempos del cólera, tal vez su obra de más exquisito acabado, Jeremiah de Saint-Amour se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro. En todas sus novelas salen muchos pájaros, muchas gallinas, y los gallinazos, al principio de El otoño del patriarca, se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior. Y el día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una tierna llovizna, y por un instante fue feliz en el sueño del inicio de Crónica de una muerte anunciada. Gabriel García Márquez dominaba como pocos -como el Dickens de Historia de dos ciudades o el Tolstói de Anna Karénina- el difícil arte del inicio de la novela. Te agarraba por las solapas desde la primera frase del primer párrafo y ya no te soltaba hasta que, zarandeado y felizmente exhausto, llegabas a la última página arrastrado por la corriente de su voz, que se precipitaba libre sobre un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.