Mario Vargas Llosa analizó en profundidad Cien años de soledad en su ensayo «Historia de un deicidio», en el que afirma que esa obra es «una novela total, en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad real de igual a igual, enfrentándole una imagen de una vitalidad, vastedad y complejidad cualitativamente equivalentes».
Para Vargas Llosa, Cien años de soledad es uno de los raros casos de «obra literaria mayor contemporánea» que todos pueden entender y gozar.
En el origen de la genial novela está también el viaje que el escritor colombiano hizo en 1950 con su madre a Aracataca, para vender la casa donde había pasado su infancia, como evoca García Márquez en sus memorias, «Vivir para contarla».
Cuando llegaron al pueblo el choque con la realidad fue terrible. Aracataca se había convertido en un pueblo polvoriento y caluroso y parecía una ciudad fantasma: no había un alma en las calles.
La madre del escritor entró en una pequeña botica y se encontró con una antigua conocida. Ambas «se abrazaron y lloraron durante media hora. No se dijeron una sola palabra». García Márquez las miraba «estremecido por la certidumbre de que aquel largo abrazo de lágrimas calladas era algo irreparable que estaba ocurriendo para siempre» en su propia vida, cuenta en sus memorias.
Fue entonces cuando García Márquez vio claro que tenía que contar «todo el pasado de aquel episodio».
Años después escribiría Cien años de soledad, ese libro que, según Álvaro Mutis, «cada generación lo recibirá como una llamada del destino y del tiempo y sus mudanzas poco podrán contra él».