Arco 2014, el retorno del coleccionista

CULTURA

La 33 edición de la feria está marcada por la esperanza, el optimismo y el estupor

28 feb 2014 . Actualizado a las 16:47 h.

Las puertas de Arco 2014 se abrieron en un momento convulso y divertido para el mundo del arte. El maquiavélico Wert, con su confusa y chapucera revisión del IVA, había logrado dividir a las tropas culturales. Muchos avispados hicieron esta simplista lectura: los titiriteros divierten a las clases medias mientras que los artistas son los cortesanos complacientes que decoran los enmoquetados salones de las clases pudientes. Ni Goebbels lo hubiera diseñado mejor. Además, una semana antes, se habían celebrado lo que se dio en llamar Los Goya del Arte. Este pomposo enunciado responde en realidad a los Premios RAC, organizados en su primera edición (y puede que última) por varias asociaciones de artistas, críticos y galeristas. Concebidos para dar visibilidad al arte contemporáneo, en su génesis y en su guión estaban todos los ingredientes que necesita un artista para rechazar un premio. Rechazar un premio es algo altamente estético. Sobre todo si no tiene dotación económica. Pero yo nunca rechazaría nada que fuera diseñado por Eduardo Barco, autor de la estatuilla. La gala fue un rotundo fracaso. En estas estábamos cuando empezó la feria. Y Arco tiene su propio guión. Casi siempre el mismo. Los primeros días las televisiones retratan la pieza más provocadora. Este año la obra Congreso topless, del francés Yann Leto en la galería murciana T20. La obra compara la democracia que se despacha en el congreso de los diputados con un local de topless. La muchedumbre se agolpaba para ver a las strippers, mejor dicho para participar de la «crítica sociopolítica». El segundo día los gabinetes de comunicación trabajan duro y se empiezan a conocer las primeras compras institucionales. La consecución de un buen titular también es una pieza. El Reina Sofía se gastó 200.000 euros y un pellizco fue a la compostelana Trinta, por una serie de dibujos de Eva Lootz. El tercer día acude el público en masa, cuestionando cualquier rastro de elitismo. El pequeño coleccionista, el humus sobre el que se sustenta de verdad el tejido artístico, está volviendo tímidamente. El millón de euros que la feria invierte en atraer al coleccionista extranjero también ayuda. Un agradable sarampión de puntos rojos sobreviene. Arco resucita.

Por los pasillos siempre se oye la misma letanía: no hay riesgo, no hay apuesta: hay que vender. Si nos da vergüenza vender no sé cómo vamos a mantener abiertos los estudios y las galerías. Con estos mimbres a uno le asalta complejo de culpa cuando se sorprende disfrutando de lo bien que dialogan un Picasso de entreguerras con una pieza de Pello Irazu. ¿Un disfrute inconfesable que lo aparta a uno de eso de la frescura y de las urgencias de la modernidad? Yo creo que no. Porque en las últimas piezas del joven Alain Urrutia yo me reencuentro con la pintura de calidades del Barroco Español; en la gran pieza de Nacho Martín Silva te citas, con toda naturalidad, con la lección de anatomía de Rembrandt; en las abigarradas composiciones de Santiago Giralda parece que palpitan personajes de un biombo chino; en la obra de Juan López encuentro por fin crónica política sin el sempiterno sermón de los que creen que tienen que redimirnos con su cháchara comprometida y enrollada.

Entre tanto ruido y tanta boutique extranjera, cada cual vuelve con su virtual lista de la compra. Un cuadro de Alex Katz de unos soldados americanos, blancos y clónicos, de buena familia wasp, parecen esperar un bombardeo nipón como si estuvieran almorzando en los Hamptons. Un pequeño cuadrito de Ivan Serpa brilla en Guillermo de Osma, tanto como los Palazuelos, que luchan (que Dios me perdone) contra el paso del tiempo en Fernández-Braso. Destaca entre todas ellas Karin Sander, en Barbara Gross, reinventando el mail art. La artista envía por correo sus propios lienzos o soportes en blanco. El trasiego, el viaje y finalmente el mismo cartero acaban el trabajo.

En la galería Maisterrabalvuena nos topamos con Néstor Sanmiguel que encarna uno de nuestros tópicos favoritos: el redescubrimiento. Descorrer los velos del olvido para rescatar a un artista de sí mismo. Porque somos más listos que nadie. A Sanmiguel el éxito le llega bien cumplidos los sesenta, después de toda una vida de trabajo solitario, lucha e independencia. Su gusto por la repetición, lo cabalístico y los retruécanos matemáticos lo colocan a la altura de Hanne Darboven, muy presente en la feria, superándola en plasticidad. Menos archivo y más alma.

La presencia gallega está mejor representada que nunca. Tenemos mejores cartas: de trío a póker. En Trinta destaca el mural pintado por Daniel Bervís, las fotos de Vari Caramés (reciente Premio Citoler) y la gran pintura de Berta Cáccamo, que aguanta la mirada de cualquier pintor alemán de esos que llevan más de una decada enfangados en el mismo cuadro. En Bacelos el ataúd (sarcófago siendo optimistas) donde suenan los vinilos de David Fernández Guirao. Una obra deliciosamente nostálgica. En Ad Hoc un dibujo de Suso Fandiño que lleva secretamente tatuada la leyenda «To kill an artist». Contiene las clásicas pinceladas de humor sardónico, e incluso autobiográfico, que caracterizan a su autor. Brillante fue el debut de la viguesa Pm8 con un montaje sorprendentemente maduro donde brilla el vídeo de Loreto Martínez Troncoso. Los objetos que documentan el arte conceptual suelen ser secos y antipáticos. No es el caso de las banderas que Adan Vallecillo pensó para su pieza Pintura Política que completa el stand.

La presencia gallega no acaba ahí. Cerca del Opening, que vuelve a dirigir certeramente Manuel Segade, se presentaba el último libro de Alberto Ruíz de Samaniego. Al lado, en la revista Dardo, se estrenaba como directora Mónica Maneiro, toda vez que David Barro se incorpora a la Fundación Seoane.

Los días de Arco suelen ocurrir más cosas divertidas fuera que dentro. Este año la comidilla fue un partido de solteros contra casados: artistas amigos de Carlos Maciá contra artistas amigos de Juan López. Un épico (más bien agónico) choque. Evasión o victoria, pero sin nazis. Por supuesto sin Pelé alguno. El día siguiente solo se oían las exageradas crónicas y solo se veían artistas cojeando lastimosamente. Precioso.