La reinvención
Fue en el último tramo de su biografía cuando Landa obró el milagro de su reinvención. Murió Franco y, como el país, Alfredo el Grande resucitó de sus cenizas. J. A. Bardem lo fichó en 1976 para El puente, considerado uno de los títulos esenciales de su filmografía, y España descubrió que había un mundo más allá de las españoladas y que bastaba con dar a sus actores un guion y un director para que demostrasen que tenían sobradas agallas y talento para plantar cara a los grandes del cine internacional. Fue en el pellejo de Germán Areta en El crack (1981), de José Luis Garci, donde escuchamos decir al curtido sabueso, apuntando a su oponente con una pistola oculta bajo la mesa: «Baretta, dame el mechero o te vuelo los huevos». Había nacido otro Landa, que tras huir de la caspa del macho carpetovetónico que correteaba detrás de las vikingas, era capaz de bordar su Paco el Bajo en Los santos inocentes (1984), de Mario Camus, por el que logró junto a Paco Rabal el premio a la mejor interpretación en el Festival de Cannes. También se enfundó el uniforme del brigada Castro en la espléndida La vaquilla (1985), de Luis García Berlanga, y se metió en las carnes de Xan de Malvís Fendetestas, el legendario personaje de Wenceslao en El bosque animado, que José Luis Cuerda y Rafael Azcona convirtieron en oro filmado en 1987 y por el que Landa obtuvo su primer Goya (lograría otro por La marrana, de nuevo con Cuerda, y una estatuilla honorífica al conjunto de su carrera en el 2008).
Antes de que la televisión norteamericana echase un pulso al cine con la forja de las nuevas series de culto, Alfredo Landa ya había demostrado que la pequeña pantalla también podía ser grande. Lo hizo como Sancho Panza en la magistral producción Don Quijote (1991) dirigida por Manuel Gutiérrez Aragón para aquella TVE, en la que compartió desventuras con el memorable Alonso Quijano del gallego Fernando Rey.