Como tantos otros cómicos, Alfredo Landa tuvo que demostrar sus habilidades dramáticas para ganarse el respeto de la profesión. Enterrado Franco, cambió represión cómica por la verdadera tragedia de la falta de libertades. Dio la vuelta al perdedor, hasta llenarlo de matices sensibles. Calló todas las bocas como el pueblerino de buen corazón que carga con su cuñado retrasado, Paco Rabal, en Los santos inocentes, la adaptación del texto de Manuel Delibes que realizó Mario Camus y que les dio a Landa y a Rabal el premio de interpretación en Cannes. «Estoy agradecido a esta profesión que escogí, me reconoció y, más tarde, me dio la oportunidad de demostrar mis cualidades dramáticas», decía. Y la racha siguió con títulos fundamentales de los años ochenta.
El crack, de José Luis Garci, o dos cintas con José Luis Cuerda que le reportarían sendos premios Goya demostraban el filón que había permanecido oculto en el actor pamplonica y que se hacía extensible a la televisión con Lleno por favor o con su inolvidable papel de Sancho Panza en Don Quijote, de Manuel Gutiérrez Aragón.